Alberto Núñez Feijóo llegó al liderazgo del Partido Popular con el encargo tácito de restaurar la estabilidad de la derecha española: alejar las fracturas internas, reconquistar electores moderados y volver a convertir al PP en alternativa real de Gobierno.
Tres años después, esos objetivos no solo no se han cumplido, sino que la tensión entre sus distintas facciones se ha intensificado. Las encuestas le empiezan a dar la espalda, y la imagen de un partido en descomposición ordenada empieza a imponerse. Si algo parece claro es que la crisis no es solo coyuntural sino que podría ser el final de Feijóo al frente.
Varias fuentes internas del PP señalan que el líder gallego ha ido perdiendo fuelle. En enero de 2024, el presidente del CIS, José Félix Tezanos, anunció una “crisis de liderazgo en el PP” tras los malos resultados en sondeos que sitúan al PSOE por delante. Feijóo se encuentra con una caída en la valoración personal que, según avanzó Diario Sabemos, ya es peor que la de Pablo Casado en momentos críticos de su mandato.
A su vez, las tensiones territoriales y autonómicas afloran como heridas abiertas. En la Comunidad Valenciana, la gestión de la DANA y la responsabilidad política de Carlos Mazón han desencadenado manifestaciones, críticas desde dentro del PP y reproches públicos. Isabel Díaz Ayuso se alza como contrapunto: una figura con perfil más combativo, con capacidad de conectar con la base más conservadora, que desafía sutilmente la estrategia más centrada de Feijóo. Y, sobre todo, porque desde un punto de vista ciudadano es vista como la única política que se enfrenta de verdad a Pedro Sánchez.
Feijóo ha intentado contener estas fisuras. En su congreso extraordinario de julio de 2025 fue reelegido con un respaldo casi unánime (99,24 %). Ese respaldo formal, sin embargo, no parece haber mitigado las dudas sobre su eficacia estratégica ni su capacidad para articular una identidad clara para el PP frente al PSOE y frente a Vox.
Intensificación de la crisis
El desgaste de Alberto Núñez Feijóo dentro del Partido Popular no se explica por un único factor, sino por la acumulación de gravísimos errores estratégicos, tensiones internas y un desajuste cada vez más visible entre su discurso y el estado de ánimo del electorado conservador. Lo que comenzó como un debate soterrado sobre el rumbo del partido se ha convertido en una crisis abierta de liderazgo.
En el corazón del problema está la narrativa. Feijóo apostó por la moderación como seña de identidad, convencido de que el electorado español buscaba estabilidad después de años de crispación. Su estrategia consistía en recentrar al PP, reconstruir puentes con votantes liberales y distanciarse del tono beligerante que había definido a la derecha durante la era Casado.
Pero esa apuesta, más tecnocrática que emocional, chocó con un contexto político que premia la contundencia y la identidad. En un país acostumbrado a la polarización permanente, la prudencia se percibe fácilmente como debilidad. Mientras Feijóo pedía calma, sus adversarios (Pedro Sánchez por un lado e Isabel Díaz Ayuso por otro) ocupaban el espacio de la convicción.
A esa brecha narrativa se sumaron los resultados electorales. El PP, pese a mantenerse como fuerza principal de oposición, no logró traducir el desgaste del Gobierno en una ventaja sostenida. Las encuestas mostraron que el liderazgo de Feijóo no conseguía movilizar ni a los desencantados con el PSOE de Sánchez ni a los votantes que habían migrado a Vox. La promesa de que su perfil moderado ampliaría la base electoral terminó convertida en su mayor lastre: demasiado tibio para los conservadores duros, demasiado tradicional para el centro. No en vano, tal y como publicamos en Diario Sabemos, algunos dirigentes populares señalaron la misma noche de las elecciones generales que “esto con Ayuso no habría pasado”.
Las fracturas territoriales han agravado aún más la situación. La gestión de crisis como la DANA en la Comunidad Valenciana (con consecuencias políticas para Carlos Mazón y el propio PP regional) evidenció que el partido no es una maquinaria cohesionada, sino una federación de intereses locales donde cada dirigente actúa con autonomía calculada.
Feijóo intentó proyectar una imagen de control institucional, pero su liderazgo se percibió más como un arbitraje distante que como una dirección firme. Frente a esa debilidad, barones como Ayuso reforzaron su propio perfil político, presentándose como voces propias en un partido que, bajo Feijóo, suena cada vez más a consenso burocrático.
La tensión entre Madrid y Génova ha adquirido un simbolismo particular. Ayuso encarna para una parte cada vez más importante de la masa electoral del PP la espontaneidad que Feijóo no tiene, una comunicación directa que, aunque divisiva y trumpista, conecta emocionalmente con el votante medio de derechas. Cada gesto de independencia de la presidenta madrileña, cada matiz en sus declaraciones, ha sido interpretado como un desafío al líder nacional. Feijóo, lejos de confrontarla, ha optado por minimizar el conflicto, lo que solo alimenta la percepción de fragilidad.
También influye el ánimo interno del PP. La base del partido, tradicionalmente disciplinada, empieza a mostrar síntomas de desafección. En los círculos provinciales y municipales crece la sensación de que el proyecto de Feijóo carece de rumbo, que su liderazgo no articula una visión política capaz de entusiasmar. En la era de la comunicación inmediata, el liderazgo prudente se confunde con ausencia de carácter. Las filtraciones de malestar, los rumores sobre posibles relevos y los gestos de autonomía de algunos barones no son sino síntomas de una crisis más profunda: la pérdida del consenso interno que sostiene a cualquier dirigente.
El resultado es un liderazgo cada vez más defensivo. Feijóo sigue apelando a la unidad y al sentido institucional del partido, pero su discurso ya no convence ni moviliza. En política, la percepción de debilidad tiende a volverse irreversible: una vez instalada, actúa como profecía autocumplida. Así, la crisis del PP no es solo la de un líder que pierde autoridad, sino la de un proyecto que ya no logra decidir si quiere volver al centro o conquistar la derecha.
El fin de Feijóo
Alberto Núñez Feijóo se encuentra atrapado en una paradoja política: ha construido su liderazgo sobre la idea de la solvencia y la estabilidad, pero es precisamente esa imagen la que amenaza con precipitar su final. Su autoridad, basada en el pragmatismo gallego y el cálculo institucional, empieza a desmoronarse en un escenario donde el liderazgo ya no se mide por la gestión, sino por la intensidad del relato. Feijóo quiso ser el garante de la moderación; el partido, sin embargo, parece inclinarse hacia una confrontación más ideológica.
La erosión no proviene únicamente de la oposición externa. Dentro del Partido Popular, las lealtades se miden por la expectativa de poder, y esa expectativa se ha desplazado hacia otros nombres. La creciente influencia de Isabel Díaz Ayuso actúa como un polo de atracción para los cuadros regionales y mediáticos del partido, que perciben en ella la energía política que Feijóo no logra transmitir. Su estilo frontal, su dominio del discurso público y su relación directa con la base conservadora la han convertido, a ojos de muchos, en la alternativa natural. Cada gesto de independencia de Ayuso deja en evidencia la falta de control de la dirección nacional, y cada silencio de Feijóo frente a ella se interpreta como una cesión más en su propia autoridad.
En el fondo, el problema de Feijóo es el tiempo. Llegó a Madrid con la promesa de devolver al PP al poder tras los años convulsos de Pablo Casado, y durante un breve periodo pareció lograrlo. Pero su liderazgo se ha convertido en una espera prolongada. La falta de una victoria electoral clara ha alimentado la sensación de que su ciclo político se cerrará sin haber empezado realmente. Los votantes lo respetan, pero no lo siguen con entusiasmo; los dirigentes lo obedecen, pero sin convicción. En la política española, ese vacío emocional suele ser letal.
El desenlace podría acelerarse si se agrava la fractura entre las dos almas del partido. La corriente moderada que Feijóo representa se ha vuelto minoritaria en el clima político actual, donde la agresividad y la afirmación identitaria dominan el espacio público.
Los sondeos internos muestran que el PP retiene su núcleo tradicional, pero pierde tracción entre los jóvenes y en las grandes ciudades, justo donde Feijóo aspiraba a reconstruir el centro político. Mientras tanto, Vox mantiene su influencia en el bloque conservador, lo que obliga al PP a debatirse entre la imitación y la distancia. En ese dilema, Feijóo está incómodo, atrapado entre su instinto de gestor y la presión de quienes exigen una derecha más combativa.
Su caída, si llega, no será producto de un golpe interno explícito, sino del desgaste acumulado que suele preceder a los relevos inevitables. En el PP, los cambios de liderazgo raramente se anuncian; se insinúan hasta que resultan evidentes. Las señales están ahí: los barones que miden sus declaraciones públicas, los columnistas de los medios conservadores que escriben en condicional, los aliados que comienzan a hablar en pasado. Feijóo sigue al frente, pero cada día parece más un futbolista al final de la prórroga.
En última instancia, lo que acabará con Feijóo no es una traición concreta, sino la pérdida de propósito. Un partido que no sabe si quiere volver al centro o dominar la derecha necesita un relato, y el de Feijóo se ha vuelto borroso. En la política española contemporánea, la indefinición no es prudencia: es el primer paso hacia la irrelevancia.
La ruta del PP
La crisis que envuelve al Partido Popular no se resolverá con un gesto ni con una votación interna. Su desenlace dependerá de una serie de movimientos graduales, filtraciones calculadas y reacomodos discretos que, juntos, pueden alterar la estructura de poder dentro del partido. En el epicentro, Alberto Núñez Feijóo sigue aferrado a la idea de que la coherencia política y la paciencia institucional acabarán dándole la razón. Pero el entorno ya no parece compartir su fe. En la política española, la espera rara vez premia a los que aguardan. Esa es la razón por la que Pedro Sánchez no ha dudado en afirmar públicamente que los barones y dirigentes populares, en privado, hablan mal del presidente del PP.
El primer escenario de la ruta del Partido Popular es el de la continuidad erosionada: Feijóo se mantiene en la presidencia, pero su liderazgo pierde densidad, se convierte en una figura simbólica más que decisoria. En ese contexto, el poder efectivo se desplaza hacia las comunidades autónomas, especialmente hacia Madrid, donde Isabel Díaz Ayuso actúa como centro alternativo de gravedad. El partido podría sobrevivir bajo ese esquema durante un tiempo, funcionando con dos voces, una institucional y otra populista, que compiten por definir la narrativa del bloque conservador. Sin embargo, la coexistencia prolongada de esas dos almas generaría más confusión que cohesión, y transformaría al PP en una organización incapaz de proyectar un rumbo claro.
Un segundo escenario, más rupturista, contempla un relevo antes de las próximas elecciones generales. No necesariamente mediante una rebelión abierta, sino a través de la inercia de los hechos: un congreso extraordinario promovido bajo el argumento de “renovar el liderazgo” o “actualizar la estrategia”. Los precedentes abundan en la política española: las transiciones en los grandes partidos suelen disfrazarse de ejercicios de regeneración. Ayuso podría emerger como candidata natural, respaldada por el poder territorial y por un electorado que valora más la identidad combativa que la moderación institucional. Feijóo, en ese caso, quedaría como un episodio intermedio entre la crisis de Casado y la nueva era de la derecha posmoderada.
El tercer escenario es el de la recomposición improbable: que Feijóo logre rearticular el centro y recuperar la iniciativa. Para ello necesitaría algo más que tiempo: requeriría una victoria tangible, ya sea electoral o simbólica, capaz de demostrar que su estrategia no está agotada. Podría intentar capitalizar el desgaste del Gobierno de Pedro Sánchez o una ruptura dentro de la coalición progresista, pero su margen es cada vez más estrecho. La narrativa pública lo ha colocado en el papel de un político desfasado, prudente hasta la ineficacia. En la era de la inmediatez y la polarización, ese tipo de perfil difícilmente recupera terreno.
Cada uno de estos caminos comparte un mismo telón de fondo: la transformación del Partido Popular en un campo de batalla ideológico. Lo que está en juego no es solo un liderazgo, sino la identidad de la derecha española. Feijóo intentó construir una alternativa moderada a la crispación, pero el país parece preferir la confrontación emocional antes que la gestión razonada. Esa es, quizás, la mayor ironía de su destino político: haber apostado por la sensatez en un tiempo que ya no la considera virtud.
El PP saldrá distinto. Si Feijóo sobrevive, será a costa de aceptar una versión más dura y combativa de su propio proyecto. Si cae, dejará un vacío que no se llenará solo con carisma, sino con una nueva definición del poder dentro de la derecha. En ambos casos, el resultado será el mismo: un partido en busca de una voz que aún no sabe si quiere sonar institucional o insurgente.