Pocas erosiones políticas son tan letales como las simultáneas: la que desgasta hacia dentro, hacia fuera y hacia abajo. Pedro Sánchez, que durante años ha demostrado una sorprendente resiliencia, encara ahora un escenario en el que su margen político se ha evaporado. No por un único golpe, sino por la acumulación de escándalos judiciales, fracturas internas, indicadores muy adversos en lo referente a la economía real y una geometría parlamentaria cada vez más inestable.
Se acabó lo anecdótico
Durante meses, el presidente ha sostenido que las investigaciones judiciales que afectaban a su entorno eran parte de una ofensiva política. Pero la sucesión de causas ha terminado configurando una narrativa difícil de contener. El caso Begoña Gómez, que afecta directamente a su esposa, y el caso David Sánchez, que salpica a su hermano, han desplazado la conversación pública del terreno económico o institucional al terreno personal, donde un presidente pierde control sobre la agenda.
A ello se suma la condena al fiscal general del Estado, un golpe simbólico que refuerza la percepción de deterioro institucional en un momento en el que el Gobierno necesita credibilidad moral para defender sus reformas y alianzas.
La serie continúa con el caso Koldo, un recordatorio de que la sombra de la corrupción se extiende sobre antiguos colaboradores. El caso Ábalos, que abrió una herida interna imposible de suturar; y el caso Cerdán, que afecta al que fue uno de los pilares de la maquinaria orgánica del PSOE. Cada pieza añadida aparece como una fractura que ya no se puede presentar como aislada.
En un frente menos visible pero especialmente corrosivo para la proyección internacional del presidente, el PRI ha presentado una denuncia por supuesta corrupción y financiación ilegal en el seno de la Internacional Socialista, organización que Sánchez preside. Este episodio trasciende la política doméstica y daña uno de los activos estratégicos que el presidente había tratado de construir: la imagen de liderazgo global progresista.
Un país empobrecido
El Gobierno de Pedro Sánchez ha defendido durante años una narrativa económica basada en la creación de empleo, la caída del desempleo y la expansión de la protección social. Sin embargo, cuando se examinan con detenimiento los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE) y del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), esa historia se vuelve más compleja y menos convincente para amplios sectores de la ciudadanía.
Es cierto que España ha logrado cifras históricas de ocupación. Según la Encuesta de Población Activa (EPA), el país ha superado en varias ocasiones los 22 millones de trabajadores afiliados a la Seguridad Social, y la tasa de paro ha descendido hacia niveles cercanos al 10 %, cifras que no se veían desde 2008.
Pero este aparente avance no se traduce automáticamente en bienestar económico. La contrapartida es un mercado laboral caracterizado por la precariedad y la vulnerabilidad de amplios grupos de trabajadores. Aunque el desempleo ha caído, el empleo creado es frecuentemente de baja calidad, con altos niveles de temporalidad, jornadas parciales involuntarias y salarios que apenas permiten cubrir las necesidades básicas.
Los datos más recientes revelan que España sigue siendo uno de los países con mayor pobreza laboral de la Unión Europea. Según Oxfam Intermón, en 2024 la tasa de pobreza laboral se mantuvo en torno al 11,6 %, muy por encima de la media comunitaria. Este indicador mide la proporción de trabajadores cuyos ingresos del empleo no alcanzan el umbral de pobreza relativa, lo que señala que el trabajo, en muchos casos, no es sinónimo de suficiencia económica. Organizaciones sociales apuntan que en España hasta el 17 % de las familias con hijos vive en situación de pobreza laboral, lo que sugiere que incluso hogares con empleo activo pueden carecer de recursos suficientes para cubrir necesidades básicas. Esta realidad choca frontalmente con el relato gubernamental de que el crecimiento del empleo ha sido la “cura” a los problemas socioeconómicos del país.
La Encuesta Anual de Estructura Salarial del INE muestra que el salario medio mensual en España fue de 2.273 euros brutos en 2023, con una mediana salarial de 1.935 euros.Esta distribución indica que la mitad de los trabajadores percibe menos de 1.935 € brutos al mes, un umbral que, en muchas regiones y contextos familiares, resulta insuficiente frente al coste de vivienda, servicios y alimentación. Además, según las propias estadísticas oficiales, un 30% de los trabajadores españoles cobra por debajo del salario mínimo. El debate sobre el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) ha puesto de manifiesto estas tensiones. Mientras sindicatos reclaman aumentos significativos para acercar el SMI a niveles que permitan una vida digna, la patronal propone incrementos muy moderados, incluso por debajo de la inflación. Esta disputa refleja una economía en la que la presión salarial es un tema central y donde los trabajadores de menores ingresos sienten que no han experimentado una mejora real de su capacidad adquisitiva.
Precariedad estructural
Los datos del sector empleador refuerzan esta percepción de precariedad estructural. Según estimaciones sociales, cerca de 11,5 millones de personas trabajadoras —un 47,5 % de la población activa— están afectadas por la precariedad laboral, entendida como empleos inestables, temporales o insuficientemente retributivos para sostener un proyecto de vida sostenible. Esta situación, que afecta a casi la mitad de los trabajadores, sugiere que la mejora de los indicadores macroeconómicos no se traduce en una calidad de empleo que reduzca la vulnerabilidad social.
Narrativa desgastada
Para un gobierno que basa buena parte de su legitimidad en la defensa del empleo y la justicia social, estos datos representan una dificultad narrativa significativa. La persistencia de la pobreza laboral, la precariedad generalizada y el estancamiento de los salarios medianos minan la capacidad del Ejecutivo para sostener un relato de éxito económico compartido.
En un contexto en el que millones de ciudadanos sienten que “trabajan más para ganar menos”, la economía puede crecer en términos agregados, pero esa expansión no se traduce en seguridad económica para las familias y una percepción generalizada de progreso social. Esta disonancia entre las cifras macroeconómicas y la experiencia cotidiana de la ciudadanía está siendo explotada por la oposición, que acusa al gobierno de haber priorizado la estabilidad política sobre las reformas estructurales necesarias para elevar los salarios y reducir la desigualdad.
Minoría que depende de todos… y de nadie
La ruptura con Junts ha dejado al Ejecutivo en una minoría parlamentaria extrema, obligándolo a operar sesión a sesión, ley a ley, gesto a gesto. Sin un socio estable y sin un horizonte claro, la legislatura se ha transformado en un ejercicio de supervivencia.
El gobierno ha pasado de dirigir la agenda legislativa a negociar su simple capacidad de existir. Cada votación puede convertirse en una concesión costosa; cada negociación, en un recordatorio de la fragilidad del proyecto. En este contexto, la agenda progresista queda subordinada a la urgencia matemática.
Sombras en la cultura política del PSOE
El PSOE, partido que se ha definido políticamente como defensor de la igualdad de género y la ética progresista, afronta una crisis interna que va más allá de los casos de corrupción y toca directamente el tejido moral de su cultura organizacional. El caso de Francisco Salazar, dirigente y asesor de Pedro Sánchez, se ha convertido en un símbolo de esta tensión entre discurso y práctica.
Salazar, hasta hace poco uno de los colaboradores más cercanos del presidente del Gobierno y pieza clave en la estructura orgánica del PSOE, ha sido salpicado por denuncias de comportamientos inapropiados y acoso sexual por parte de varias mujeres que trabajaron con él. Tras la publicación de testimonios, Salazar pidió ser apartado de sus funciones ejecutivas en el partido y en Moncloa, y renunció a su puesto en la Ejecutiva Federal del PSOE.
Aunque él ha negado las acusaciones, este paso al lado refleja la gravedad de las informaciones publicadas y la creciente presión interna en el partido para abordar el asunto con transparencia.
El manejo de este caso ha provocado malestar incluso entre los sectores más cercanos al presidente Pedro Sánchez. Diversos cargos socialistas han urgido a la Secretaría de Organización, dirigida por Rebeca Torró, a acelerar la resolución del expediente y ofrecer explicaciones convincentes sobre la gestión del caso Salazar, que ya se percibe como un desgaste profundo para la marca política del PSOE.
Más aún, el propio partido ha admitido que hubo un error en la gestión de las denuncias, al tardar varios meses en contactar con las denunciantes tras su presentación en los canales internos del PSOE. Esta demora ha sido calificada internamente como una equivocación que ha amplificado el impacto reputacional del caso.
La falta de respuesta contundente del PSOE ha generado críticas no solo desde la oposición, sino también desde dentro de sus propias filas y círculos feministas. Figuras relevantes del partido y colectivos afines han señalado que la gestión tardía y burocrática del caso contrasta con la retórica oficial sobre igualdad y lucha contra la violencia de género.
Esta percepción se ha traducido en descontento entre militantes y cargos medios, que consideran que el partido ha actuado de forma reactiva y defensiva, tratando de minimizar el escándalo en lugar de adoptar medidas claras y visibles.
El caso Salazar no es un mero incidente aislado, es un síntoma de tensiones estructurales dentro de la cultura política del PSOE. La acumulación de denuncias por acoso o comportamientos inadecuados en el seno de una organización que proclama una identidad feminista mina la credibilidad moral del partido y levanta interrogantes sobre sus mecanismos de control interno y su respuesta ante abusos de poder.
Para un partido gobernante que ha basado gran parte de su capital político en el discurso de igualdad, justicia social y respeto institucional, la incapacidad de gestionar con rapidez y coherencia este tipo de denuncias debilita su autoridad ética y ofrece munición a sus críticos, tanto dentro como fuera de la formación.
Lejos de cerrarse con la salida de Salazar de los cargos orgánicos, el caso ha abierto un debate más amplio sobre las prácticas culturales del PSOE: la percepción de tolerancia hacia comportamientos inapropiados, la eficacia de los canales de denuncia internos y la responsabilidad de la dirección para proteger a las víctimas sin dilaciones.
Este episodio se suma, además, a una cadena de escándalos que han golpeado la imagen del partido y del propio Sánchez, desde casos de corrupción hasta dudas sobre la gestión interna frente a abusos. En conjunto, estos factores configuran una crisis de legitimidad interna que podría tener efectos duraderos en la cohesión del PSOE y en su capacidad para proyectar un liderazgo moral ante la sociedad española.
La política española ha demostrado que puede absorber crisis muy intensas sin desmoronarse. Pero lo que enfrenta ahora el presidente es una confluencia de presiones: judiciales, éticas, económicas, internas y parlamentarias. Lo singular no es cada problema por separado, sino la sincronización de todos ellos.
En esta fase, Sánchez ya no controla el ritmo, solo las respuestas. Y cada respuesta tiene un coste: un gesto hacia un socio que irrita a otro, una defensa del Ejecutivo que roza la erosión institucional, un relato económico que no cala en la calle.
Lo que distingue a los líderes que sobreviven de los que entran en fase terminal no es su capacidad para negar la realidad, sino su capacidad para anticiparla. La pregunta que se abre ahora es si Sánchez sigue leyendo el tablero o si, tras años de resiliencia, se ha quedado finalmente sin margen político.


