Europa, en el siglo XXI, es un territorio donde el ascenso de la extrema derecha se ha convertido en un fenómeno casi rutinario. Pocas tendencias resultan tan desconcertantes y reveladoras como el resurgir del franquismo entre jóvenes españoles. En redes sociales, foros y partidos emergentes, un régimen que durante décadas fue sinónimo de represión se presenta ahora como una curiosa mezcla de orden, eficiencia y orgullo nacional. Es una historia peligrosa, pero también cómoda: una autocracia idealizada que nunca existió.
Muchos de estos jóvenes no tienen conexión directa con la experiencia histórica. Nacieron en un país integrado en la Unión Europea, disfrutaron de libertades y derechos que sus abuelos no pudieron soñar y crecieron en un ecosistema digital que permite reconstruir el pasado como un menú a la carta. Esa distancia temporal, unida a la volatilidad del presente, ha creado el terreno fértil para una forma de nostalgia sin memoria.
La narrativa del desencanto
La idealización del franquismo no se explica por un repentino interés académico en la historia. Es una reacción política al malestar contemporáneo. La precariedad laboral, el encarecimiento de la vivienda y la percepción de que los partidos democráticos priorizan sus batallas internas antes que los problemas cotidianos han alimentado el mensaje de que la democracia es un sistema incapaz de cumplir sus promesas y de generar prosperidad.
En ese clima, los discursos autoritarios disfrutan de un nuevo atractivo. Pueden presentarse como soluciones simples a problemas complejos. La extrema derecha ha aprovechado ese impulso con notable acierto: ha construido una narrativa en la que el franquismo aparece como un oasis de estabilidad frente al caos parlamentario, un periodo de grandeza nacional en contraposición a una inventada decadencia actual. Lo que importa no es la precisión histórica; lo que importa es la utilidad política.
El algoritmo y el meme de Franco
El mundo digital amplifica esta tendencia. En TikTok, Instagram y YouTube circulan vídeos que glorifican símbolos franquistas, acompañados de música épica, estética retro y un sentido de transgresión juvenil. La pedagogía democrática nunca ha sido tan aburrida en comparación. El algoritmo premia lo provocador, lo emocional y lo identitario. La historia, mientras tanto, queda reducida a un conjunto de imágenes descontextualizadas.
El resultado es una memoria selectiva en la que la censura, la represión política y la pobreza estructural desaparecen detrás de un montaje cuidadosamente editado. Para muchos jóvenes, Franco no es un dictador histórico sino un personaje reciclable en la cultura pop política: un meme convertido en manifiesto.
Fracaso de las democracias
Los analistas han señalado un patrón común en sociedades que experimentan oleadas de revisionismo autoritario: cuando los sistemas democráticos no ofrecen resultados visibles, se cuestiona su legitimidad. En España, la polarización política, la parálisis institucional y la sensación de que cada crisis termina en otra crisis han erosionado aún más la confianza en las instituciones.
Mientras tanto, la extrema derecha se presenta como la única fuerza dispuesta a “decir lo que otros no dicen”, aunque lo que diga sea históricamente falso. En su relato, Franco encarna el espíritu del orden y la nación; la democracia, en cambio, se asocia con el desgobierno y la fragmentación. Es una lectura profundamente simplista, pero no deja de ser seductora para quienes buscan certezas en tiempos inciertos.
Autocracia imaginada
Paradójicamente, los defensores juveniles del franquismo suelen desconocer los aspectos más básicos del régimen: la autarquía económica que sumió al país en décadas de atraso, las depuraciones políticas, la persecución cultural, los asesinatos de Estado o la red de censura que abarcaba desde la prensa hasta el teatro. Su imagen proviene más de la propaganda tardofranquista y de reconstrucciones sesgadas que de los archivos.
Pero ahí reside su fuerza. No es una nostalgia real, sino una nostalgia inventada. Un bulo. No mira al pasado, sino al futuro: a un futuro autoritario en el que las incomodidades de la democracia desaparecen, al precio de las libertades que muchos dan por sentadas.
Fenómeno global
Este fenómeno no es exclusivamente ibérico. La nostalgia blanqueada del pasado autoritario se extiende desde la Hungría orbanista hasta la Italia melancólica del ventennio estilizado. En España, sin embargo, tiene un componente adicional: la transición democrática nunca llegó a construir un relato común sobre lo que significó la dictadura. La memoria quedó politizada, fragmentada, a veces silenciosa. En ese vacío, la extrema derecha ha encontrado espacio para implantar su versión alternativa.
La exaltación del franquismo entre parte de la juventud es más que un problema moral; es un síntoma de una democracia enferma de desconfianza y saturada de ruido. El resurgimiento del autoritarismo no llega con marchas militares ni uniformes caqui. Llega en forma de tendencia viral, de meme compartido, de promesa de orden en tiempos de incertidumbre.
Las democracias no colapsan porque la ciudadanía conozca demasiado su historia, sino porque la conoce demasiado poco. España no es la excepción: es el laboratorio de una era en la que el pasado se reinventa y el autoritarismo se empaqueta para consumo juvenil. El desafío para la democracia no es solo gobernar mejor; es contar su propia historia de manera convincente.