Los procesos electorales en las democracias contemporáneas han sido convertidos no solo en mecanismo de participación, sino también en campo de batalla retórico. El auge de teorías conspirativas alrededor de la integridad electoral, especialmente en torno al voto por correo, refleja no tanto evidencias empíricas de fraude como una estrategia política orientada a erosionar la confianza pública y movilizar bases partidistas. El reciente episodio del robo de votos por correo en una oficina de Correos en Extremadura, y la respuesta de la derecha española y los ultras, ofrece una ilustración cruda de esta dinámica.
El sistema de voto por correo en España está diseñado para garantizar que los ciudadanos que no pueden acudir a las urnas ejerzan su derecho en igualdad de condiciones. Aunque no es excepcional que surjan incidentes aislados (casos de compra de votos documentados en Melilla u otros lugares en procesos anteriores) la evidencia de fraude sistemático o de amplia escala es extremadamente limitada.
Aun así, en la recta final de la campaña electoral en Extremadura, la denuncia pública de un robo en la oficina de Correos de Fuente de Cantos, donde se sustrajo una caja fuerte con 124 votos por correo emitidos y 14.000 euros en efectivo, fue inmediatamente traducida por líderes del Partido Popular y aliados de la extrema derecha como prueba de un fraude electoral en curso.
María Guardiola, presidenta de la Junta de Extremadura y candidata del PP, afirmó en redes sociales que “están robando nuestra democracia delante de nuestros ojos”. El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, exigió explicaciones al Gobierno y sugirió que se habían ocultado intentos similares en otras oficinas. Voces afines en Vox describieron la situación como evidencia de una “mafia corrupta” dispuesta a alterar resultados electorales.
Este uso del incidente no se circunscribe únicamente a Extremadura. La narrativa encaja con un patrón más amplio observado en democracias avanzadas: cuando los resultados o las perspectivas electorales son inciertas, actores políticos tienden a cuestionar la legitimidad de los sistemas que no controlan. Es una forma de política de desconfianza que ya se observó en otras latitudes, como en Estados Unidos con las acusaciones infundadas de fraude en el voto por correo tras las elecciones presidenciales de 2020.
Delincuencia común y conspiración organizada
Las autoridades, en contraste con las interpretaciones políticas, han perfilado el episodio de Extremadura como probablemente vinculado a delincuencia común, no a un complot para amañar elecciones: la Guardia Civil investiga los robos en varias oficinas de Correos en Badajoz y enmarca los hechos dentro de una serie de robos con el objetivo de sustraer dinero, no votos. Incluso en el caso de Fuente de Cantos, Correos y la Guardia Civil han confirmado la sustracción de 124 votos emitidos por correo, pero también han situado esos hechos dentro de un contexto delictivo más amplio, desligándose de teorías de fraude.
La Junta Electoral Provincial de Badajoz decidió que los votantes afectados podrían emitir nuevamente su voto por correo, una medida técnica que apunta a preservar derechos y restituir la integridad del proceso.
Este contraste entre la narrativa política y la investigación policial pone en evidencia cómo ciertos actores extrapolan rápidamente hechos particulares para construir una teoría de conspiración, que puede resonar en sectores de la opinión pública ya predispuestos a desconfiar del sistema. El fenómeno no es nuevo y ha sido documentado previamente en otros episodios españoles de alerta sobre fraude en el voto por correo, aunque con escasas pruebas concluyentes.
Política de identidad y la polarización
Por qué una acusación de delito común se transforma en un relato de “fraude” electoral es menos un problema jurídico que político y sociológico. Este fenómeno obedece a una combinación de factores. Por un lado, la polarización política. En sociedades fragmentadas, cualquier evento puede servir para consolidar la identidad del “nosotros” contra el “ellos”, interpretando hechos menores como ataques existenciales.
A esto hay que unir la desconfianza institucional. Incluso cuando los organismos encargados responden con protocolos establecidos, la percepción pública tiende a privilegiar interpretaciones conspirativas si encajan con narrativas preexistentes. Por otro lado, amplificar sospechas sirve para movilizar la base electoral, desacreditar adversarios y dramatizar la contienda, incluso si las evidencias objetivas no sostienen la gravedad de las acusaciones.
Este patrón recuerda a lo que analistas observan en otros países donde las acusaciones de fraude, particularmente en sistemas de voto no presencial como el correo o el electrónico, son utilizadas como herramienta de campaña más que como denuncias fundamentadas.
Estados Unidos, el mito que no se desvanece
Nada ejemplifica mejor esta dinámica que la narrativa de fraude que acompañó a las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos. Bajo el lema “Stop the Steal”, partidarios de Donald Trump promovieron la idea de que su derrota había sido producto de un fraude masivo, pese a que las acusaciones fueron sistemáticamente desestimadas por los tribunales y no existe evidencia de fraude generalizado.
El voto por correo, en particular, se convirtió en el centro de esta conspiración: Trump afirmó repetidamente que este método era susceptible de manipulación, pese a su uso extendido en numerosas democracias y a su propia utilización en elecciones anteriores. Estas afirmaciones, aunque infundadas, no han desaparecido con el paso del tiempo. La narrativa ha evolucionado hasta convertirse en parte del discurso ultra que cuestiona la legitimidad de cualquier resultado desfavorable, influenciando leyes estatales para restringir el voto por correo y dificultar el acceso al electorado.
El efecto de esta estrategia ha sido profundo. Más allá de las decisiones judiciales, la confianza del electorado en la integridad de los procesos electorales ha disminuido, creando una base de ciudadanos que cuestionan no solo los resultados, sino los mecanismos mismos de la democracia.
Argentina, un relato importado que gana terreno
En Argentina, la adopción de elementos del discurso estadounidense por parte de sectores de la extrema derecha ha sido palpable. Durante las elecciones presidenciales recientes, movimientos en redes sociales mostraron cómo simpatizantes del partido de Javier Milei impulsaron denuncias de fraude para explicar resultados que consideraban adversos. Estas acusaciones circularon ampliamente en plataformas digitales, con ejemplos como la viralización de imágenes de mesas de votación en las que el candidato ultra Javier Milei habría recibido “cero votos”, interpretadas como evidencia de manipulación electoral, aunque los datos oficiales no corroboraron irregularidades significativas.
La Cámara Nacional Electoral y verificadores independientes señalaron que estos reclamos carecían de sustento, subrayando que incidencias puntuales no representan evidencia de fraude sistemático. Sin embargo, la táctica no es ajena: recrea el patrón estadounidense de tomar elementos aislados y presentarlos como prueba de un sistema “amañado”, una narrativa que, aunque no contenga pruebas fehacientes, sirve para consolidar identidades políticas y exacerbar la polarización.
Francia, ecos en el Viejo Continente
Aunque las instituciones francesas y la mayoría de los líderes aceptan los resultados electorales como legítimos, ciertas corrientes de la derecha han mostrado una susceptibilidad creciente a las narrativas de fraude inspiradas por sus contrapartes anglosajonas. En las elecciones presidenciales de 2022 y en comicios posteriores, informes de seguimiento de desinformación observaron cómo grupos cercanos a la extrema derecha recogieron vocabulario y consignas del debate estadounidense para sugerir que las reglas del juego estaban diseñadas para favorecer al establishment.
Aunque estas teorías no alcanzaron la misma magnitud que en Estados Unidos, sirven para medir la permeabilidad de las democracias europeas a discursos de desconfianza organizados. En algunos casos, incluso se llegó a difundir en redes la idea de que sistemas electrónicos de votación importados de Estados Unidos podían alterar los resultados franceses, aunque dichas afirmaciones fueron desmentidas y prácticamente marginales en el debate público.
Estrategia política con consecuencias reales
Lo que une a estos casos no es una verdad compartida sobre irregularidades electorales, sino un modelo de comunicación política que instrumentaliza las sospechas para fortalecer identidades partidistas y debilitar la legitimidad de los adversarios.
La acusación de fraude, repetida hasta la saturación, opera como una profecía autocumplida: cuanto más se siembra la duda, más se erosiona la confianza en las instituciones electorales, un bien esencial para la estabilidad democrática.
Al final, el verdadero impacto de estas teorías conspirativas no radica solo en si existió o no fraude, en la mayoría de los casos, la evidencia científica y judicial demuestra su inexistencia, sino en cómo transforman la percepción pública de la democracia. La eficacia de estas narrativas salvajes radica en su simplicidad emocional y su capacidad para ofrecer una explicación sencilla a resultados complejos. En un contexto de polarización creciente, la recompensa política de sembrar dudas supera con creces el riesgo reputacional, alimentando un ciclo de desconfianza que amenaza con socavar la propia base de la legitimidad democrática.
