Precios, empleo y salarios “matan” a Pedro Sánchez

Los últimos datos de la inflación publicados por el INE revientan la agenda social de un Ejecutivo que tiene buenas intenciones pero escasa capacidad de reacción

15 de Noviembre de 2025
Actualizado el 17 de noviembre
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Colas del Hambre Precios
Trabajadores hacen cola en España para recoger alimentos y sobrevivir

En un otoño marcado por un crecimiento económico moderado y un consumo privado que avanza a trompicones, el termómetro más inmediato del bienestar, el Índice de Precios de Consumo, ha vuelto a subir. La inflación alcanza ya el 3,1%, una décima más que en septiembre, desmintiendo cualquier esperanza de una desescalada persistente. La cifra, en sí, no es extraordinaria. Lo que inquieta es su composición: los precios que más empujan al alza son precisamente aquellos que las familias no pueden dejar de comprar.

Alimentos, vivienda, electricidad, vestido y calzado protagonizan el repunte. No se trata de coches nuevos, electrónica o bienes duraderos, que pueden aplazarse; es el coste de comer, abrigarse y mantener la casa en funcionamiento. La estadística confirma lo que sienten los hogares al llegar a fin de mes: la inflación se ha vuelto menos un fenómeno económico y más un problema de supervivencia cotidiana.

El alza afecta a unos más que a otros

El encarecimiento de los alimentos resulta especialmente alarmante. Ningún grupo básico se ha salvado: frutas, carne, leche, queso, huevos, aceites y grasas. La fruta, en particular, se dispara un 10% en un solo mes, un ritmo difícil de justificar incluso en mercados agrícolas tensionados. La inflación alimentaria se ha convertido en la variable más regresiva de todas: consume una proporción mucho mayor del ingreso de los hogares de renta baja que de los de renta alta.

La realidad es contundente. La España actual está perdiendo calidad de vida y poder adquisitivo mes a mes. Aunque los salarios por convenio crecieron un 3,5%, el dato pierde brillo cuando lo que sube más rápido son los bienes más básicos. Una inflación homogénea se negocia, una inflación selectiva, concentrada en comida y productos básicos, es mucho más perniciosa.

El optimismo del gobierno no encaja con la calle

Frente a este panorama, el discurso del presidente Pedro Sánchez es marcadamente distinto. En intervenciones recientes, el gobierno ha insistido en que España se sitúa “a la cabeza del crecimiento europeo”, que el empleo está en “máximos históricos” y que la economía “crece fuerte y de manera justa”.

Ese optimismo encuentra eco en ciertos indicadores macroeconómicos: un PIB que avanza a ritmos superiores a la media comunitaria, una tasa de paro en mínimos relativos y una recaudación fiscal robusta.

Pero la brecha entre el relato oficial y la economía doméstica es cada vez más evidente. Para muchos hogares, la sensación es que la prosperidad estadística está ocurriendo en otra parte. La inflación alimentaria erosiona el poder adquisitivo con una rapidez que ningún titular económico puede disimular. Y el mercado laboral sigue caracterizándose por salarios bajos, alta rotación y parcialidad involuntaria.

El gobierno argumenta que estos son “efectos temporales” y que la tendencia de fondo es positiva. Sin embargo, esa lectura ignora que el bienestar ciudadano no se mide por el PIB, sino por la capacidad de llenar la cesta de la compra. En este sentido, el optimismo gubernamental corre el riesgo de desconectarse de la realidad material del país. Y, esa, es la sentencia de muerte para cualquier Ejecutivo, sobre todo si levanta la bandera del progresismo.

Este desajuste retórico tiene un coste político: mientras Sánchez presume de una economía “resiliente y transformadora”, la población lidia con facturas de luz imprevisibles, alquileres inasequibles y alimentos que suben en ciclos casi mensuales. La narrativa de éxito, cuando no incorpora esta dimensión, puede sonar más aspiracional que creíble.

Los políticos siguen a lo suyo

Además, analizar la inflación sin discutir sobre la precariedad de los salarios carece de sentido. En los últimos meses, el Parlamento ha multiplicado los debates sobre fiscalidad, gasto público e innovación, pero ha avanzado poco en reformas laborales profundas. Todas las leyes, sean más o menos necesarias, de un modo u otro, están relacionadas con el trabajo y la calidad de vida.

En España la inflación actual tiene un componente importado, pero también otro doméstico: mercados laborales que siguen mostrando precariedad estructural, con alta rotación, parcialidad no deseada y escaso margen de negociación individual. La reforma laboral de Pedro Sánchez ha demostrado que era puro marketing porque no ha reformado nada.

Lo que está claro es que, mientras los indicadores macroeconómicos permitan discursos triunfalistas, el bolsillo ciudadano seguirá marcando el ritmo real del país. En última instancia, será ese pulso, no el del PIB, el que determine la legitimidad de cualquier relato económico gubernamental.

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