Durante décadas, la desigualdad económica ha sido el elefante invisible en el debate político global. Todos saben que existe, pero pocos comprenden realmente su magnitud. Sin embargo, un nuevo experimento social sugiere algo tan contraintuitivo como revelador: cuando se informa a la ciudadanía sobre el verdadero alcance de las brechas salariales, no son los progresistas quienes cambian de opinión, sino los votantes de extrema derecha.
El hallazgo, contenido en el estudio Polarización política, desigualdad salarial y preferencias por la redistribución del Instituto de Investigación Económica y Social Aplicada de Melbourne, al que Diario Sabemos ha tenido acceso, cuestiona uno de los supuestos más arraigados de la política contemporánea: que las actitudes hacia la redistribución y la justicia social están ancladas en valores ideológicos inamovibles. En realidad, la información (cuando se presenta con datos simples y verificables) puede ser una herramienta mucho más transformadora de lo que los estrategas políticos y los economistas suponían.
Desnudar las percepciones
El estudio, llevado a cabo en varios países de la OCDE, partía de una premisa sencilla pero radical: medir cómo reaccionan distintos grupos ideológicos cuando se les muestra, sin adornos, la desigualdad real de sus economías. Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos. El primero, el grupo de control, no recibió ninguna información. A los otros dos (los “tratados”) se les presentaron datos concretos: la relación entre los salarios de los directores ejecutivos y los trabajadores promedio, o la brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre.
El resultado desafió las expectativas académicas. En promedio, los datos apenas alteraron las preferencias generales de la población respecto a la redistribución fiscal o el gasto social. Pero, entre los votantes de extrema derecha el efecto fue sorprendente. Al conocer la magnitud de las desigualdades, su apoyo a políticas redistributivas (como el aumento de impuestos a los más ricos o un mayor gasto público en educación y sanidad) se disparó. En algunos casos, según indica el informe, la distancia entre la extrema derecha y la izquierda se redujo a la mitad.
Lo más notable fue que este cambio no implicó una conversión ideológica. Los votantes de extrema derecha no alteraron sus creencias sobre la meritocracia ni su desconfianza hacia los sindicatos. Simplemente, al confrontar cifras concretas (por ejemplo, que un directivo promedio gana más de 200 veces lo que un trabajador medio), muchos consideraron que el nivel de desigualdad había cruzado una línea de injusticia que justificaba la intervención del Estado.
La percepción pesa más que la ideología
Estos hallazgos reavivan un viejo debate sobre las bases cognitivas del voto. La resistencia de los votantes de derecha a las políticas redistributivas no parece ser tanto un asunto de valores morales, sino de información o, más precisamente, de desinformación estructural. Numerosos estudios anteriores han demostrado que las percepciones sobre la desigualdad son sistemáticamente erróneas: la mayoría de las personas subestima lo concentrada que está la riqueza o cuánto ganan realmente las élites económicas.
En otras palabras, no se trata de que los votantes conservadores celebren la desigualdad; más bien, muchos desconocen su verdadero alcance. Cuando ese velo se levanta, las fronteras ideológicas se vuelven porosas.
El estudio revela algo más profundo: las actitudes económicas no son tan rígidas como las identidades políticas. A diferencia de temas como la inmigración o la seguridad, las cuestiones distributivas parecen sensibles a la evidencia empírica. Esto sugiere que, incluso en sociedades polarizadas, la comunicación efectiva, la exposición a hechos verificables, puede abrir grietas en los muros de la desconfianza política.
La farsa de la polarización inmutable
Durante años, los analistas han asumido que el auge de la extrema derecha en Europa y Estados Unidos se sustenta en una base social impermeable al dato y guiada por emociones: miedo al cambio, nostalgia económica, desconfianza hacia las élites. Sin embargo, los resultados del estudio sugieren que esa narrativa es incompleta. La extrema derecha no es necesariamente inmune a los hechos, sino selectivamente reactiva.
Cuando la información contradice su visión del mundo, tienden a rechazarla. Pero cuando confirma una intuición moral (que el sistema está amañado en favor de los poderosos), puede catalizar un cambio de actitud. Paradójicamente, esa indignación ante la desigualdad no proviene de un impulso igualitarista, sino de una percepción de ruptura del pacto moral entre esfuerzo y recompensa.
De hecho, los investigadores hallaron que los votantes de extrema derecha se mostraban especialmente sensibles a los datos que revelaban desproporciones salariales extremas. Para muchos, la desigualdad deja de ser un fenómeno estadístico y se convierte en una afrenta al ideal de justicia individual. El mensaje implícito, que el mérito ya no determina el éxito, resuena incluso entre quienes desconfían del Estado.
Política del siglo XXI
La implicación es clara: la batalla contra la desigualdad no se gana solo con políticas, sino también con pedagogía. Si la información objetiva puede reducir la brecha ideológica en materia de redistribución, los gobiernos y los medios de comunicación enfrentan una responsabilidad mayor: comunicar con claridad, sin tecnicismos ni consignas partidistas, cómo funciona realmente la economía.
En un momento en que los partidos populistas de extrema derecha dominan el discurso público en buena parte de Occidente, el hallazgo es un recordatorio de que la desinformación económica tiene consecuencias políticas tangibles. Cuanto más desdibujada esté la percepción de la realidad material, más fácil resulta manipular el resentimiento popular hacia “los otros” (inmigrantes, funcionarios, burócratas) en lugar de dirigirlo hacia las verdaderas causas estructurales de la desigualdad.
Pero el estudio también contiene un mensaje de cautela. Informar no equivale a persuadir. Los datos pueden abrir una rendija de reflexión, pero no garantizan un cambio sostenido en las actitudes. El impacto observado en los votantes de extrema derecha podría ser temporal si no se acompaña de una narrativa política coherente que traduzca esa indignación en acción cívica.
La importancia del conocimiento
Al final, la lección es doblemente paradójica. Por un lado, el conocimiento (tan despreciado en la era de la posverdad) conserva un poder latente para alterar las percepciones más rígidas. Por otro, la verdad económica no basta por sí sola: necesita contexto, empatía y traducción política.
Los autores del estudio resumen su hallazgo con prudencia académica: “El espacio político para la redistribución es mayor de lo que se cree comúnmente”. Traducido al lenguaje de la política real, significa que la extrema derecha puede no ser tan impermeable a la justicia social como parece, siempre que se le hable en el único idioma que respeta: el de los hechos.
En una era saturada de discursos emocionales, el simple acto de mostrar una tabla de datos puede tener más poder subversivo que un mitin entero. Quizá la verdadera revolución no consista en cambiar las ideologías, sino en mostrar la realidad sin filtros, y dejar que hable por sí misma.