Hace varios años, cuando Vox comenzaba a tener representación en las sedes parlamentarias, Diario Sabemos advirtió sobre el peligro que se venía encima por el control que los ultras comenzaban a tener sobre las nuevas plataformas digitales de comunicación. El tiempo nos ha dado la razón mientras la izquierda y los partidos democráticos conservadores se han dejado comer un terreno que ahora es vital.
Durante buena parte del siglo XX, la política occidental se organizó en torno a programas de gobierno: documentos densos, llenos de promesas y prioridades, elaborados por partidos que competían dentro de un marco institucional compartido. Hoy, ese modelo se desvanece. En su lugar, ha emergido una nueva gramática del poder, dictada no por los parlamentos ni por los programas de gobierno, sino por los algoritmos. Y quienes mejor la dominan no son los demócratas liberales, sino los movimientos de extrema derecha.
En lugar de redactar manifiestos, fabrican emociones; en vez de buscar consensos, calibran indignaciones. La política ya no se debate en el Congreso ni se negocia en los despachos ministeriales, sino que se testea, optimiza y viraliza en tiempo real. La extrema derecha ha entendido algo que muchos defensores del sistema liberal aún se resisten a aceptar: que en la era digital, quien controla la atención controla la agenda.
El algoritmo, el partido invisible
El auge de figuras como Donald Trump, Giorgia Meloni, Marine Le Pen, Isabel Díaz Ayuso o Santiago Abascal no puede entenderse sin el ecosistema algorítmico que los sostiene. Plataformas como X (antes Twitter), TikTok, Facebook, Instagram o Telegram no son simples medios de comunicación: son infraestructuras políticas. En ellas, la lógica del algoritmo (que recompensa la polarización, el escándalo y la simplicidad emocional) se ha convertido en la ideología dominante.
Mientras los partidos tradicionales siguen diseñando programas de gobierno y defendiendo políticas públicas que requieren tiempo, negociación y evidencias, la extrema derecha ofrece algo más adaptado al entorno digital: certezas inmediatas, enemigos claros y una sensación constante de participación emocional.
El resultado es una política que no necesita instituciones para gobernar. Solo necesita atención. Los algoritmos, con su capacidad para amplificar el conflicto y segmentar audiencias, hacen el resto. Cada tuit incendiario, cada vídeo provocador, cada conspiración amplificada por un influencer político se convierte en una pieza de poder distribuido, una microdecisión algorítmica que erosiona la deliberación racional.
La política democrática se basaba en la separación de poderes y en la mediación institucional: parlamentos que deliberaban, jueces que controlaban, prensa que fiscalizaba. Pero en el ecosistema algorítmico, la mediación se percibe como un obstáculo. La extrema derecha ha capitalizado esa impaciencia con la complejidad para proponer un atajo emocional hacia el poder.
En ese entorno, la noción misma de programa de gobierno (una hoja de ruta racional, verificable, basada en políticas públicas) se ha vuelto casi obsoleta. Los votantes ya no premian la coherencia o la planificación; premian la capacidad de generar identidad y confrontación. Esta es una de las múltiples causas del crecimiento de los ultras entre los más jóvenes.
El algoritmo, por su diseño, no distingue entre verdad y mentira, ni entre reforma y resentimiento. Solo mide interacción. Y en esa métrica, el populismo autoritario lleva ventaja: la ira se comparte más rápido que la evidencia; la humillación se viraliza más que el consenso.
Gobernar sin gobernar
El peligro más sutil de esta nueva política no es el autoritarismo clásico, sino algo más contemporáneo: el vaciamiento funcional del Estado. Los líderes de la extrema derecha gobiernan a través del espectáculo algorítmico, sustituyendo la gestión pública por la administración simbólica de emociones.
Gobernar deja de ser un proceso institucional y se convierte en una performance permanente. Las decisiones políticas se anuncian antes de tomarse, se explican en memes antes que en informes, y se corrigen según la reacción digital del momento. La consecuencia es un ciclo de gobierno efímero, donde las instituciones quedan subordinadas al pulso del trending topic.
Trump, por ejemplo, demostró que podía desmantelar políticas enteras mediante tuits; Jair Bolsonaro convirtió la gestión ambiental y sanitaria en batallas culturales virales; en Europa, partidos como Vox o Fratelli d’Italia construyen poder más en el ecosistema de Telegram y TikTok que en los parlamentos nacionales.
La separación de poderes, piedra angular del liberalismo político, se resiente en esta dinámica. La justicia se percibe como enemiga cuando contradice la narrativa algorítmica; el periodismo se tacha de parcial cuando verifica; los parlamentos se ven como teatros ineficaces frente a la inmediatez digital.
La extrema derecha ha comprendido que, en una democracia cansada, no hace falta abolir las instituciones: basta con hacer que parezcan irrelevantes. Cada ataque a un juez, cada conspiración sobre medios “vendidos”, cada insulto viralizado contra un adversario político tiene un efecto acumulativo: erosiona la legitimidad del sistema liberal sin necesidad de un golpe de Estado.
Los algoritmos, en este sentido, no solo distribuyen contenido: redistribuyen poder. Y lo hacen con la precisión de un bisturí invisible, debilitando el papel de los contrapesos democráticos y empoderando a líderes que gobiernan más por viralidad que por mandato.
Reconstruir la democracia posdigital
Los partidos tradicionales, los medios y las instituciones judiciales aún no han encontrado una respuesta estructural a esta transformación. Intentan adaptarse al lenguaje del algoritmo (con campañas más visuales, mensajes más emocionales, presencia en TikTok), pero en el proceso corren el riesgo de abandonar los valores deliberativos que los definían.
El desafío, como advierten algunos teóricos de la democracia digital, no consiste en demonizar la tecnología, sino en domesticarla. Así como la imprenta cambió el poder político en el siglo XVI, los algoritmos han redefinido quién decide qué es políticamente real. Pero mientras la imprenta amplió el acceso a la razón pública, los algoritmos lo fragmentan.
En última instancia, la lucha política del siglo XXI ya no se libra entre derecha e izquierda, sino entre algoritmos y programas, entre la política emocional y la política institucional. La extrema derecha ha comprendido que la era digital recompensa la desinhibición, no la prudencia.
Mientras las democracias sigan midiendo su eficacia en “engagement” y no en resultados, seguirán perdiendo terreno. Recuperar el control no implicará silenciar a los populistas, sino construir un ecosistema en el que la razón vuelva a ser rentable. El problema no es que los algoritmos piensen por la ciudadanía, sino que se ha permitido que decidan quién merece ser escuchado.