La versión oficial dice que el Tribunal Supremo ha castigado un exceso individual: un fiscal general que habría ido, "presuntamente", demasiado lejos al airear datos reservados de un contribuyente relevante. La letra pequeña, sin embargo, muestra otra cosa: una batalla a cara descubierta por quién controla la llave de entrada al proceso penal en España.
Los hechos, tal como se conocen hoy, son relativamente claros. La Sala de lo Penal del Supremo ha condenado al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a dos años de inhabilitación, 7.200 euros de multa y 10.000 euros de indemnización a Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso, por un delito de revelación de datos reservados ligado a la difusión del contenido de un correo de conformidad en una causa por fraude fiscal. La sentencia aún no está publicada en su integridad; conocemos un fallo adelantado y las líneas maestras a través de notas y filtraciones controladas.
El caso arranca en 2024, cuando la Sala Segunda abre causa contra el fiscal general por la nota de prensa de la Fiscalía que trataba de desmentir un bulo mediático sobre un supuesto pacto secreto con González Amador. No toca hoy hablar de la “celeridad” para según qué casos de la Justicia Española.
Aquella nota se apoyaba en un correo del abogado del novio de Ayuso, donde se reconocían dos delitos fiscales y se exploraba un acuerdo con la Agencia Tributaria. Lo que para la Fiscalía era transparencia defensiva frente a una campaña comunicativa en marcha desde hacía días, para el Supremo se convierte en revelación de datos reservados que daña el derecho de defensa y la presunción de inocencia.
El telón de fondo hace que la lectura estrictamente penal se quede corta. Justo tres semanas antes de este fallo, el Gobierno había aprobado un anteproyecto de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal que pone la dirección de la investigación penal en manos del Ministerio Fiscal y relega al juez de instrucción al papel de juez de garantías, limitando además la acusación popular impulsada por partidos y plataformas de la órbita conservadora. La propia documentación oficial de Justicia 2030 presenta la reforma como un alineamiento con el modelo europeo, donde la Fiscalía dirige las investigaciones y los jueces se concentran en juzgar.
Si uno junta las piezas, el fallo contra García Ortiz se parece mucho a un "ataque de cuernos" institucional. Durante más de un siglo, el juez de instrucción español ha sido el amo del sumario, mientras el fiscal ocupaba un rol subordinado. Aunque ya unos pocos países europeos también mantienen jueces de instrucción, la tendencia general ha sido reforzar el monopolio de la Fiscalía sobre la acción penal y reservar al juez la función de control de garantías. Así se homologa con las normas europeas.
España llega tarde a ese cambio y lo hace en medio de una guerra abierta por el control del Poder Judicial.
La condena se dirige, formalmente, contra la supuesta imprudencia del fiscal general. Pero su efecto práctico es la voluntad de disciplinar a toda la institución en el momento exacto en que el Gobierno intenta convertirla en el verdadero dueño de las diligencias penales, tal y como ya reclamaba la Comisión Europea al describir la futura reforma procesal.
El mensaje hacia dentro es cristalino: quien aspire a dirigir investigaciones en España debe saber qué ocurre cuando se cruza a según qué poderes fácticos.
El beneficiario inmediato, más allá del propio aparato judicial, es el núcleo duro del PP madrileño. La pareja de Ayuso no solo obtiene una reparación simbólica y económica; la presidenta logra fijar en la opinión pública la idea de que fue objeto de una operación política impulsada desde la Fiscalía General y bendecida por Moncloa. A partir de ahí, todas las narrativas sobre lawfare se dan la vuelta: lo que una parte de la izquierda describe como ofensiva reaccionaria de togas contra el Gobierno, otra parte del tablero lo presenta como castigo ejemplar a un Ministerio Fiscal politizado.
No es casual que buena parte de la derecha mediática y política haya utilizado desde el principio la causa contra García Ortiz para atacar la futura LECrim de Fiscalía directora de la investigación. El argumento es sencillo: si el fiscal general puede acabar condenado por usar información de un procedimiento para responder a un bulo, ¿cómo vamos a darle el mando único de las investigaciones penales sin destruir la independencia judicial? Desde esa óptica, la sentencia del jueves es también un torpedo preventivo contra cualquier tránsito real al modelo europeo.
Tampoco es irrelevante el contexto europeo: la puesta en marcha de la Fiscalía Europea y los documentos de redes judiciales europeas insisten en que una Fiscalía fuerte, independiente y profesionalizada es pieza clave del Estado de derecho contemporáneo. Esa misma narrativa es la que el Gobierno español utiliza para justificar la reforma de la LECrim.
El Supremo, en cambio, parece decir algo distinto: que en España la tutela de determinados equilibrios de poder sigue residiendo en una alta magistratura que combina cultura corporativa, memoria de la jurisdicción de orden público y, desde las altas instancias, sintonía ideológica con los sectores más reaccionarios del sistema de partidos. Esa descripción es política, no jurídica, pero tiene consecuencias jurídicas muy concretas.
Desde la óptica de proyectos estratégicos, este episodio es reutilizable en varios frentes: como ejemplo de choque entre estándares europeos y resistencias corporativas en el campo penal; como caso de estudio de colonización partidista de la acusación popular y de los órganos judiciales; y como material para argumentar, ante foros europeos, que cualquier reforma procesal en España no puede limitarse a cambiar quién dirige la investigación, sino que debe blindar la independencia real de la Fiscalía frente al Gobierno y frente a la propia judicatura.
Quedan datos clave por conocer: el texto íntegro de la sentencia, el contenido de los votos particulares, el eventual incidente de nulidad y el recorrido que pueda tener un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional o, en última instancia, una demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por vulneración de la presunción de inocencia, proporcionalidad de la pena y libertad de información.
En función de esos elementos, se podrá calibrar si estamos ante un simple correctivo penal a un fiscal imprudente o ante un mensaje mucho más profundo: que el viejo poder de abrir y cerrar causas penales no piensa entregar las llaves sin pelear hasta el final.