Juicio al fiscal General: el Supremo y un escándalo que no se borra

En un país donde los titulares duran más que los procedimientos judiciales, la tentación de responder a cada golpe mediático es comprensible. Pero la autoridad institucional no se defiende en los titulares, sino en el tiempo

04 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 14:13h
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Juicio FGE
Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, en una sesión del juicio en el Supremo

En España, la política y la justicia mantienen una relación de mutua desconfianza cuidadosamente disimulada. Pero cada cierto tiempo, un caso concreto deja al descubierto lo que la retórica institucional trata de ocultar: que el poder judicial, y en particular la Fiscalía, no está del todo blindado frente al ruido de la política ni frente a las tentaciones del control.

El caso de Alberto González Amador, empresario y pareja de Isabel Díaz Ayuso, se ha convertido en uno de esos espejos incómodos. Lo que comenzó como una investigación tributaria por presuntos delitos fiscales del novio de Ayuso acabó llegando al Tribunal Supremo y, lo que es peor, transformándose en una demostración de hasta qué punto la Fiscalía General del Estado (FGE) ha perdido la capacidad de hablar con una sola voz. Más allá de la responsabilidad o inocencia del fiscal general, este asunto está dañando gravemente porque está mostrando aspectos muy preocupantes. 

Verano de silencios

El fiscal Diego Lucas Álvarez fue el primero en ofrecer una cronología precisa de los hechos. En su declaración ante el Supremo, relató cómo el 20 de mayo de 2024, día en que González Amador fue citado por primera vez en los juzgados, se iniciaron conversaciones informales con la defensa para alcanzar un acuerdo de conformidad. La idea era pragmática: cuatro meses de prisión por cada delito fiscal y una multa del 40% de la cuota defraudada, lo que habría permitido cerrar el caso sin espectáculo.

“Había voluntad de conformar”, reconoció Lucas ante el tribunal. “Me dijeron si queríamos y les respondí que no había inconveniente”. Pero con el paso de los meses, observó un cambio de actitud: “Tras el verano, ya no tenían tanta prisa. Querían que la declaración se produjera lo más tarde posible”.

Lo que para la Fiscalía era una negociación jurídica, para los entornos políticos se convirtió en una pieza más del tablero madrileño. La filtración del supuesto “pacto ofrecido” al novio de Ayuso, publicada por El Mundo el 13 de marzo de 2024, desencadenó una cadena de reacciones que colocó al Ministerio Público en el centro de la tormenta mediática.

Transparencia forzada

Las declaraciones en el Supremo de varios altos cargos de la FGE han servido para radiografiar la confusión institucional que siguió a aquella publicación. Esmeralda Rasillo, fiscal de la Unidad de Apoyo de la Fiscalía General del Estado, fue tajante en un aspecto aparentemente menor, pero revelador: la gestión de la información interna. Según dijo, el fiscal general, Álvaro García Ortiz, había cambiado de teléfono móvil oficial hasta en cinco ocasiones desde su nombramiento, sin que existiera protocolo alguno de conservación de datos. “Nunca ha habido una excepción con el fiscal general. Cada persona es responsable individual del manejo del móvil asignado”, explicó. No existe, añadió, “ninguna normativa respecto a los móviles” en la Fiscalía.

En un sistema donde las comunicaciones digitales pueden contener rastros de decisiones sensibles, esa ausencia de protocolo equivale a una fisura en la memoria institucional. No se trata solo de una cuestión técnica, sino de una forma de opacidad estructural: el Estado que vigila a todos no se vigila a sí mismo.

Comunicación en crisis

El otro gran bloque de declaraciones ante el Supremo reveló la pugna interna sobre cómo responder a la crisis mediática. El jefe de prensa de la Fiscalía de Madrid, Íñigo Corral, relató con cierta ironía que “le sorprendió el tono” de la nota de prensa que le remitió la directora de Comunicación de la FGE, Mar Hedo, tras la publicación de El Mundo. “Nunca lo hubiera escrito así”, confesó.

Según explicó, se opuso a la difusión de aquel texto, al considerar que “a esa hora no había ninguna demanda informativa” y que hacerlo sería “dar más combustible a la polémica”. Pero la decisión no dependía de él. “La fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, me dijo que había orden de García Ortiz para que se diera: ‘Pues se da, y qué se le va a hacer’”.

Mar Hedo, en su declaración, confirmó la secuencia: fue ella quien acordó con el fiscal general la emisión de una nota “para ofrecer información veraz” y “despejar cualquier duda de parcialidad”. “El escenario cambió radicalmente con la publicación de El Mundo. Se acusaba a la Fiscalía de tender una trampa. Había que ser rápidos y veraces”, explicó.

Lo que para Hedo era una cuestión de agilidad informativa, para Corral y otros funcionarios fue una muestra de precipitación institucional. “Parecía que estábamos haciendo el ridículo”, llegó a decir la periodista ante el tribunal.

El debate de fondo trasciende el caso y se adentra en un territorio más abstracto: el de los límites de la comunicación institucional en un contexto de polarización extrema. La FGE actuó, según su propio relato, para “garantizar transparencia”. Pero la transparencia, en política, es un arma de doble filo: si se ejerce con exceso, se confunde con exposición; si se ejerce con demora, se interpreta como ocultamiento.

La Fiscalía se movió en ese filo, y lo hizo torpemente. El resultado fue que la nota que pretendía cerrar la controversia la amplificó, al confirmar de manera implícita que la cúpula del Ministerio Público estaba más pendiente del relato mediático que del proceso judicial.

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