Casi medio siglo después del final del franquismo, las fosas siguen abiertas, las cifras incompletas y las historias por contar. Las exhumaciones avanzan con más medios y reconocimiento que nunca, pero la herida que arrastran las familias —no solo por la pérdida, sino por décadas de silencio— recuerda que la memoria es también una forma de justicia doméstica.
Cavaron primero los suyos
En 1978, cuando el país aprendía a pronunciar la palabra democracia, hubo quienes empuñaron una pala antes que una bandera. No había ayudas, ni técnicos, ni leyes. Solo la urgencia de encontrar a un padre, un hermano, un abuelo. En la Ribera Navarra, en los campos de Aragón o en los cementerios de Castilla, fueron las familias quienes empezaron a desenterrar el país.
Hoy, con laboratorios de ADN y mapas de fosas digitalizados, aquellas búsquedas iniciales parecen casi épicas. Pero no lo eran: eran cotidianas, obstinadas, necesarias. El Estado ha institucionalizado ese impulso, lo ha convertido en derecho, y sin embargo la esencia sigue siendo la misma: la búsqueda íntima, el gesto familiar que se niega a aceptar que el olvido es una forma de entierro.
De la pala al ADN
El salto técnico ha sido enorme. Los equipos forenses trabajan con rigor, los laboratorios cruzan muestras genéticas, y la Ley de Memoria Democrática garantiza el marco legal. Nunca antes hubo tantos recursos ni tanta coordinación. En Aragón, en Andalucía o en Castilla y León, los proyectos se suceden.
Y sin embargo, cuando una caja con restos humanos llega a un laboratorio, dentro no viaja solo un cuerpo: viaja una genealogía truncada, un hilo que espera ser devuelto a su lugar. “No estamos buscando huesos, estamos buscando a los nuestros”, repiten muchos familiares. Esa frase, simple y precisa, resume todo lo que la burocracia nunca podrá traducir.
“No estamos buscando huesos, estamos buscando a los nuestros”
El número de víctimas recuperadas —más de 17.000 según los últimos recuentos oficiales— muestra un avance claro. Pero también una evidencia: hay más de 11.000 personas todavía bajo tierra. Detrás de cada cifra hay un álbum incompleto, una conversación pendiente, una familia que envejece esperando la llamada del laboratorio.
La memoria como herencia
La memoria democrática no pertenece solo al Estado ni a los historiadores. Pertenece a quienes guardaron una foto doblada en el cajón, una historia contada en voz baja, un nombre repetido sin pronunciarse del todo. Son las familias las que han mantenido la llama, a veces con discreción, otras con una tenacidad que desafió medio siglo de miedo.
En pueblos pequeños, los nietos de los fusilados conviven con los nietos de quienes los denunciaron. Y aún así, las exhumaciones se han convertido en un acto común, más reparador que divisivo. Porque el pasado no se corrige, se enfrenta. Y esa tarea, más que en los discursos o en las leyes, se sostiene en la obstinación familiar, en la voluntad de poner nombre a lo que el país quiso dejar anónimo.