El mundo no cambia solo con leyes: cambia con valores. Y si queremos evitar la distopía que se anuncia, necesitamos algo más que reformas económicas: necesitamos una revolución moral y emocional que devuelva el valor de la empatía, la cooperación y el cuidado colectivo. El siglo XXI no se perderá por falta de tecnología, sino por exceso de egoísmo.
Vivimos en un tiempo donde la indiferencia se disfraza de independencia y la crueldad de sinceridad. Se ridiculiza la compasión, se desprecia la solidaridad y se premia el cinismo. Los ultraliberales han comprendido algo esencial: que para destruir un sistema social no basta con recortar derechos; hay que vaciar de sentido la palabra “nosotros”. Por eso el verdadero campo de batalla está en la conciencia.
La educación como antídoto
La educación es la raíz de todo cambio posible. Y no hablo solo de las escuelas: hablo de la educación social, emocional y ética.
Necesitamos enseñar desde la infancia que la libertad no consiste en dominar, sino en convivir. Que el éxito individual carece de valor si no mejora la vida de los demás. Un sistema educativo basado en la empatía y el pensamiento crítico puede inocular la mejor vacuna contra el odio y la manipulación: el conocimiento.
Los jóvenes deben aprender que el Estado no es su enemigo, sino su red de seguridad. Que los impuestos no son castigo, sino solidaridad organizada. Que el feminismo no divide, sino que humaniza. Que la igualdad no empobrece, sino que enriquece la convivencia.
Reconstruir la comunidad
Frente al individualismo radical que promueven los ultraliberales, hay que reconstruir la comunidad. Eso significa recuperar los espacios donde las personas se reconocen y se ayudan: los barrios, las asociaciones, los sindicatos, las cooperativas, los centros sociales.
Cada red comunitaria es una vacuna contra el autoritarismo, porque rompe el aislamiento y genera sentido de pertenencia.
La soledad no deseada, el aislamiento y la precariedad no son solo problemas emocionales: son también herramientas políticas. Una sociedad rota es más fácil de manipular. Por eso hay que tejer redes: de cuidados, de cultura, de acompañamiento, de trabajo. Donde hay comunidad, hay resistencia.
Cuidar como forma de hacer política
El cuidado no es una tarea menor: es la base de toda sociedad civilizada. Cuidar la salud pública, cuidar la educación, cuidar la naturaleza, cuidar a los mayores y cuidar el diálogo son actos profundamente políticos. Frente al grito y el insulto, el cuidado propone escucha. Frente al “yo primero”, propone el “nosotros también”.
La ultraderecha y el ultraliberalismo odian la idea de cuidado porque rompe su dogma de competencia y jerarquía. Por eso, cuidarnos los unos a los otros es, hoy, un acto de resistencia.
La cultura como memoria y motor
La cultura, en su sentido más amplio, es el espejo de lo que fuimos y el mapa de lo que podemos ser. Defender la cultura pública, plural y libre es esencial para impedir el adoctrinamiento que convierte la ignorancia en bandera. Necesitamos arte, literatura, cine y pensamiento que recuerden de dónde venimos y adviertan hacia dónde vamos. Porque un país sin memoria es un país dispuesto a repetir sus peores errores.
Una revolución invisible
No habrá marcha triunfal ni discursos épicos. La revolución del siglo XXI será silenciosa, íntima y cotidiana. Será cuidar al vecino, enseñar sin odio, informar con rigor, compartir lo que se tiene, defender lo que es de todos. Revertir los malos augurios no es una tarea imposible: es una cuestión de voluntad colectiva. Porque el futuro no se escribe solo con leyes, sino con gestos.
Y cada gesto de justicia, de empatía o de cuidado es una piedra más en el muro que separa la democracia del abismo.