Cuando todo se paga: la distopía ultraliberal que convierte la vida en una deuda

En un futuro donde el dinero sustituye al Estado y la empatía se extingue, el bienestar se convierte en un privilegio reservado para unos pocos

28 de Octubre de 2025
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Cuando todo se paga: la distopía ultraliberal que convierte la vida en una deuda
Personas haciendo cola para ser atendidos en un comedor social | Foto: FreePik

Año 2055.

No hay plazas en los hospitales públicos, porque ya no existen. Las antiguas escuelas se han convertido en oficinas de cobro de matrículas. Las pensiones son un recuerdo que se menciona en las conversaciones de los más viejos, igual que se hablaba antes del carbón o del agua de los pozos. La gente trabaja hasta donde el cuerpo aguanta, y cuando el cuerpo no puede más, trabaja el alma, como si también se pudiese hipotecar.

En este nuevo mundo, la salud, la educación y la vejez son productos financieros. Se pagan por horas, por suscripción o por puntos. Las familias ahorran para poder enfermar sin arruinarse. La vejez es un lujo y la infancia una inversión de riesgo. Todo tiene un precio. Todo menos el tiempo, que es lo único que nadie puede comprar, aunque muchos lo vendan sin saberlo.

Un mundo sin empatía

El ultraliberalismo triunfó porque convenció a la gente de que la solidaridad era debilidad. Les enseñaron a desconfiar de los demás, a pensar que quien pedía ayuda era un parásito.

Y así, poco a poco, la empatía se extinguió.

Los barrios ya no tienen plazas ni parques, solo pantallas. Los vecinos apenas se saludan. Los servicios comunitarios se convirtieron en aplicaciones, los derechos en contratos temporales. Las relaciones humanas se redujeron a transacciones.

En ese futuro sin Estado, cada uno vive encerrado en su propio pequeño reino de deudas, con miedo a perderlo todo. Porque en la sociedad del “mérito”, el fracaso no tiene consuelo: si caes, es culpa tuya. Si enfermas, es tu responsabilidad. Si envejeces, tu error fue no haber sido joven para siempre.

Las ruinas de un país que fue solidario

España, la vieja España democrática, ya no se parece a la que conocieron sus abuelos. Aquella que construyó hospitales públicos, universidades accesibles y pensiones para todos.

Ahora es un territorio fragmentado, donde las multinacionales gestionan lo que antes era público. Las farmacéuticas controlan la salud, las aseguradoras dictan la moral y las plataformas deciden quién merece vivir conectado y quién no.

El patriotismo se vende en camisetas e himnos, mientras la miseria crece a la sombra de los rascacielos. Los viejos patriotas de los años veinte, aquellos que creyeron que la dictadura era orden, sobreviven mendigando frente a las sedes de los bancos a los que votaron con entusiasmo.

Muchos de ellos no entienden qué salió mal. Aún repiten, con voz quebrada, que “el Estado era el problema”.

El triunfo de la mentira

El derrumbe no fue repentino. Llegó disfrazado de modernidad.

Primero, se recortaron los presupuestos “para equilibrar las cuentas”. Después, se privatizó lo “ineficiente”. Más tarde, se eliminaron los impuestos a los ricos “para atraer inversión”. Y cuando el Estado se quedó sin recursos, los mismos que lo vaciaron lo acusaron de inútil y lo reemplazaron por empresas privadas.

Los medios, convertidos en altavoces de intereses, repitieron que “la libertad” consistía en poder pagar. Los partidos repitieron que “cada uno debía ser dueño de su destino”. Y la gente, agotada, creyó.

No hubo golpe de Estado, ni tanques, ni marchas militares. Solo un lento vaciamiento moral, una erosión de la verdad.

La generación que lo permitió

En los cafés del futuro, los viejos hablan del pasado con vergüenza.
Cuentan que, de jóvenes, se reían de los sindicatos. Que se burlaban del feminismo. Que odiaban pagar impuestos. Que votaban a quienes prometían “menos Estado”.

Nadie les obligó a hacerlo. Lo hicieron porque les resultaba más fácil culpar a otros que mirarse en el espejo.

Hoy, viven en ciudades donde los hospitales se alquilan, las universidades exigen crédito previo y las pensiones se calculan con algoritmos. Ya no existen las oficinas del paro, porque no hay desempleo: solo “inactividad productiva no remunerada”.

A veces, alguno recuerda aquellas campañas que advertían del peligro del fascismo, del Trumpismo, del fanatismo ultraliberal. Y baja la mirada. Porque sí lo sabían. Simplemente no quisieron creerlo.

La rebelión de los últimos

Pero incluso en este mundo devastado, queda algo de esperanza. En los márgenes, entre ruinas digitales y barrios olvidados, hay pequeños grupos que resisten.
Organizan redes de ayuda mutua, escuelas gratuitas, comedores comunitarios.

Reparten medicinas, enseñan a leer, reparan máquinas viejas. Lo hacen sin permiso, sin subvención, sin reconocimiento. Lo hacen por humanidad.

Son los nietos de los que perdieron todo, los bisnietos de quienes conocieron la dictadura. No tienen casi nada, pero poseen lo más valioso: la conciencia de que ningún algoritmo puede reemplazar la compasión.

Ellos recuerdan que hubo un tiempo en el que la gente se cuidaba entre sí. Que la democracia era imperfecta, sí, pero era vida. Y que el bienestar era un derecho, no un privilegio.

Un espejo para el presente

Quizás esta historia no ocurra.

Quizás, si todavía estamos a tiempo, podamos evitar que se cumpla. Pero para eso hay que mirar el presente sin complacencia. Hay que entender que el odio y la indiferencia son los cimientos de la servidumbre. Que cada vez que se aplaude un recorte, se recorta el futuro. Que cada vez que se tolera un discurso de odio, se siembra una dictadura.

El Estado del bienestar no es una utopía: es el único dique que separa la civilización de la barbarie. Sin él, la vida humana vuelve a valer lo que pueda pagar.

Por eso, esta advertencia no es solo un ejercicio de imaginación. Es un espejo.
Uno en el que conviene mirarse ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Porque el día que todo se pague, incluso la dignidad, recordaremos que ya se nos advirtió. Y entonces, la factura será impagable.

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