El precio de destruir la democracia: ¿Qué pasará si gana la extrema derecha en España?

Sin pensiones, sin sanidad pública, sin educación gratuita y sin libertad: el sueño ultraliberal es el infierno social que espera a quienes hoy celebran el odio y la mentira

27 de Octubre de 2025
Actualizado a las 12:07h
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El precio de destruir la democracia: ¿Qué pasaría si ganara la extrema derecha en España?
Abascal, líder de Vox en la sesión de investidura de Pedro Sánchez, foto Agustín Millán 

Imaginemos por un momento un futuro no tan lejano. Treinta años más adelante. Los chavales de hoy, los que ahora gritan consignas fascistas en redes sociales, los que confunden libertad con odio y creen que el franquismo fue una época de orden y prosperidad, tendrán 60 o 70 años. Serán ancianos en un mundo que ellos mismos habrán ayudado a destruir.

Y entonces, cuando vayan a buscar una pensión que no existirá, cuando necesiten una operación y descubran que solo hay hospitales privados, cuando no puedan pagar los medicamentos ni un techo donde dormir, será tarde. Porque el Estado que los protegía ya no estará. Lo habrán entregado, con su voto, a quienes prometían “libertad” y les robaron la dignidad.

Un futuro sin derechos

Ese futuro, si se cumple, no será fruto de un cataclismo natural ni de un azar caprichoso. Será la consecuencia directa de décadas de desmantelamiento del Estado de bienestar en nombre del “mérito individual”, del “libre mercado” y de la “eficiencia”. Palabras que suenan bien, pero que esconden un propósito cruel: convertir la vida en una mercancía.

Los ultraliberales del presente —los discípulos del trumpismo, los defensores del “sálvese quien pueda”— llevan años repitiendo el mismo eslogan: que el Estado no debe intervenir, que los impuestos son un robo, que la solidaridad es una carga y que cada cual debe arreglárselas como pueda. Dicen que el mercado lo resolverá todo.

Y el mercado, en su despiadada lógica, lo resolverá: expulsando a los débiles, dejando fuera a quien no pueda pagar una consulta médica o una residencia.

La vejez en ese nuevo orden será un lujo. Una etapa de supervivencia y no de descanso. Habrá octogenarios recogiendo basura, mujeres mayores pidiendo ayuda para poder comprar comida, hombres que trabajaron toda su vida pero que no tendrán derecho ni a un techo. Serán los frutos de una generación que confundió el egoísmo con la libertad y la ignorancia con rebeldía.

La demolición del Estado del bienestar

Durante décadas, Europa fue el continente que mejor representó la idea de que la justicia social y la democracia podían ir de la mano. Sanidad pública, educación gratuita, pensiones dignas y protección frente al desempleo fueron conquistas colectivas. No regalos. Conquistas.

Pero esa memoria se diluye entre los jóvenes que han crecido en un mundo dominado por la mentira mediática, la manipulación política y el desprecio por la historia.

Los nuevos movimientos reaccionarios —desde Vox hasta los partidos clones del trumpismo en todo el mundo— venden la idea de que los derechos son un obstáculo. Que los impuestos son una losa. Que las instituciones democráticas son “censura” y que el feminismo o la igualdad son amenazas. Y cada vez más jóvenes les creen, sin entender que están apoyando su propia ruina futura.

Los gurús del ultraliberalismo, los mismos que aplauden la desregulación, la privatización y la reducción del gasto público, no buscan libertad. Buscan negocio. Quieren un Estado pequeño para que las grandes corporaciones sean gigantescas.

Quieren acabar con la sanidad pública para abrir clínicas privadas. Quieren eliminar las pensiones para forzar planes privados. Quieren destruir la educación gratuita para que solo los ricos estudien.

Ese es el modelo que muchos admiran sin comprenderlo: el de los países donde los ancianos mendigan su pensión, donde una operación puede arruinarte, donde la gente trabaja hasta los 90 años porque no hay otra opción. Un modelo de esclavitud disfrazado de “libertad”.

El negocio de la vivienda: el ensayo general del futuro

Lo que ya está ocurriendo con la vivienda es el mejor ejemplo de ese futuro que se está fraguando a cámara lenta.

Hoy, miles de familias viven en pisos de fondos buitre, pagando alquileres imposibles a empresas que ni siquiera saben quiénes son sus propietarios reales. Las casas públicas se vendieron a precio de saldo durante la última década y se convirtieron en activos financieros, no en hogares.

La vivienda, que la Constitución española definía como un derecho, se ha transformado en el eje de un mercado global que acumula beneficios a costa del sufrimiento de la gente.

Y lo más grave es que la sociedad lo está aceptando con resignación. Se normaliza que una pareja joven no pueda alquilar, que los jubilados vivan realquilando habitaciones, que un desahucio sea un trámite administrativo y no una tragedia.

Si hoy ya es así, ¿qué ocurrirá en 2055, cuando ni siquiera exista un parque público de vivienda, ni regulación de precios, ni contratos estables?

Los ancianos del futuro —los mismos que hoy creen que el Estado “interviene demasiado”— vivirán en contenedores reciclados o en módulos alquilados por horas. Dormirán donde puedan, si pueden pagarlo. El sueño ultraliberal los habrá convertido en inquilinos de su propia vejez.

El suelo, como el aire limpio o el agua, será un recurso limitado y privatizado. Las ciudades estarán divididas por murallas invisibles de precio. Los barrios pobres serán guetos de trabajo precario; los ricos, fortalezas blindadas con seguridad privada y vigilancia algorítmica.

Y todo esto no será una distopía literaria. Será la consecuencia directa de haber permitido que el derecho a la vivienda se convirtiera en un negocio sin límite, en manos de fondos internacionales que ni viven aquí ni conocen la realidad que destruyen.

La dictadura que llaman “orden”

Resulta inquietante comprobar cómo algunos jóvenes, cansados y desinformados, miran con nostalgia a la dictadura franquista o a los regímenes autoritarios. Lo hacen porque les han mentido. Porque les han dicho que antes “no había corrupción”, que “la gente vivía tranquila”, que “los comunistas eran el enemigo”.

Nadie les ha explicado que el franquismo fue miseria, represión, censura y hambre. Que miles de españoles murieron sin poder hablar, sin poder estudiar, sin poder soñar. Que el “orden” de entonces se mantenía a golpes, con miedo y silencio.

Hoy, quienes niegan esos hechos son los mismos que quieren acabar con las libertades que costaron sangre. Hablan de “recuperar valores”, pero lo que quieren recuperar es el control. El control sobre las mujeres, sobre los pobres, sobre los diferentes. Quieren que la mujer vuelva a depender del hombre, que el maltrato no se castigue, que la desigualdad se naturalice.

Esa nostalgia del autoritarismo es el preludio del desastre. Porque cuando una sociedad renuncia a la democracia, lo pierde todo: la justicia, los derechos, la voz. Y cuando quiera recuperarlos, ya no podrá.

Los herederos del odio

El trumpismo, el bolsonarismo, el mileísmo y sus equivalentes europeos no son movimientos nuevos. Son las viejas ideas del fascismo disfrazadas de modernidad. Utilizan la tecnología para propagar odio, el humor para blanquear la violencia y la mentira para erosionar la confianza en las instituciones.

Atacan a los sindicatos, a los periodistas, a los jueces, a los profesores, a los científicos… porque necesitan destruir cualquier fuente de pensamiento crítico. Y lo están consiguiendo.

Su estrategia es sencilla: convencer a los trabajadores de que el enemigo es el inmigrante, al hombre de que el enemigo es la mujer, al ciudadano medio de que el enemigo es el Estado. Mientras tanto, los verdaderos responsables —las élites económicas que especulan con la vivienda, los fondos de inversión que controlan la energía o las farmacéuticas que inflan precios— siguen aumentando su poder sin resistencia.

Cada vez que alguien repite que “el Estado sobra”, un millonario sonríe. Porque sabe que, sin Estado, sin derechos y sin leyes que limiten su codicia, puede hacer lo que quiera.

El mañana que aún podemos evitar

Si no defendemos hoy la democracia, la igualdad y los servicios públicos, el futuro será una pesadilla. No habrá pensiones. No habrá Seguridad Social. No habrá escuelas públicas ni justicia gratuita. Cada derecho perdido costará una vida.

Los jóvenes que hoy se ríen del feminismo o de los impuestos descubrirán, dentro de treinta años, que las risas se han acabado. Que nadie les protegerá. Que los “patriotas” que votaron solo les dejaron ruina. Y entonces no valdrá llorar.

La historia demuestra que las dictaduras no caen del cielo: se construyen poco a poco, con el silencio, la indiferencia y el voto. Y cuando la democracia se derrumba, no vuelve fácilmente.

Por eso hay que decirlo sin miedo: luchar por los servicios públicos, por la igualdad, por las pensiones y por la sanidad no es una cuestión ideológica. Es una cuestión de supervivencia.

Porque si no lo hacemos, llegará el día en que los mismos que hoy gritan “¡libertad!” tengan que mendigarla. Y será demasiado tarde para lamentarse.

Una advertencia clara: La ultraderecha no quiere tu libertad, quiere tu silencio. Y si no reaccionamos, ese silencio será eterno.

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