Mientras Madrid se blinda contra cualquier gesto de apoyo a Palestina, el Gobierno regional impulsa un museo hispanojudío con una fundación alineada con el ‘establishment’ pro-Netanyahu
Hay momentos en que un liderazgo se mide por lo que calla. En la Asamblea de Madrid, Isabel Díaz Ayuso esquivó la condena al genocidio en Gaza con una frase que dice más de lo que pretende ocultar: “no sé quién es ese señor”, en alusión a Benjamin Netanyahu. No es una anécdota ni un lapsus. Es una posición calculada: la presidenta intenta desactivar cualquier deber moral frente a un desastre humanitario que avergüenza a medio planeta, pero que en su discurso queda reducido a un ruido incómodo de fondo.
La estrategia es clara: convertir la tragedia en un asunto ajeno, burocrático, lejano, como si Madrid no tuviera nada que ver. Sin embargo, Madrid sí tiene que ver, y mucho. Primero, porque la Comunidad ha sido la excepción en España a la hora de vetar o coartar símbolos de apoyo a Gaza en centros educativos, una decisión que no solo encoge la libertad de expresión, también infantiliza a la ciudadanía al sugerir que pensar sobre el presente es peligroso. La mayoría de comunidades han protegido ese debate; Madrid, no. Esa es política con consecuencias, no retórica.
Segundo, porque el Ejecutivo regional mantiene una relación institucional privilegiada con la Fundación HispanoJudía (FHJ), impulsora del Museo Hispanojudío. En enero de 2024, la Comunidad anunció a bombo y platillo el proyecto y, poco después, formalizó con Metro de Madrid la cesión en alquiler por 30 años del inmueble de Castelló 21 —una antigua subestación de Antonio Palacios— por 19,4 millones de euros. El dato no es una filtración, lo firma la propia fundación en un comunicado oficial. Hay que subrayarlo: no es una donación a fondo perdido, es un alquiler con contraprestación; pero el gesto político existe y dibuja una prioridad nítida del Gobierno regional.
¿Es malo un museo? No. ¿Es cuestionable el relato institucional que lo acompaña cuando se usa para tapar silencios presentes? Sí. Porque la memoria —también la memoria judía en España— exige un estándar ético: no se puede honrar el pasado perseguiendo los símbolos del dolor contemporáneo. La dignidad de las víctimas del Holocausto merece algo mejor que una coartada para justificar la indiferencia ante la muerte de miles de civiles hoy.
El presidente de la FHJ, David Hatchwell, no es un actor neutro. Su trayectoria pública es conocida: en 2014 figuró entre los principales donantes de la campaña interna de Benjamin Netanyahu. No se trata de criminalizar a nadie por sus opciones políticas, sino de recordar el contexto ideológico de quienes rodean el proyecto que Ayuso ha decidido abrazar con entusiasmo. Si la presidenta quiere ser árbitro, no parte, debería ser la primera interesada en blindar su independencia simbólica; en vez de eso, elige la estética del alineamiento.
Mientras tanto, la guerra cultural se libra en terreno doméstico: pancartas retiradas, banderas amonestadas, alumnos y docentes advertidos. La libertad de la que presume el Gobierno regional se vuelve selectiva cuando la empatía no coincide con su marco narrativo. ¿Qué idea de ciudadanía promueve una administración que censura la solidaridad pero subvenciona el silencio? La respuesta está en la hemeroteca y en el acta de la Asamblea, donde Ayuso rehúye cualquier condena clara y convierte la crítica en “propaganda”.
La secuencia del caso La Vuelta a España es reveladora. Hubo denuncias por el boicot al equipo Israel–Premier Tech —un episodio usado para acusar a la izquierda de agitar las calles—, pero el juez de la Audiencia Nacional inadmitió la causa por falta de competencia. Es decir, la montaña propagandística parió un ratón jurídico. Aun así, la presidenta aprovechó la polémica para continuar la campaña contra cualquier gesto de apoyo a Palestina en los colegios madrileños. Estado de opinión primero; realidad legal, después.
Todo encaja en una arquitectura discursiva: Madrid como trinchera contra el “buenismo”, Ayuso como centinela, y cualquier crítica humanitaria rebajada a arma de partido. Pero la realidad se impone: España es abrumadoramente sensible a la catástrofe de Gaza, y hasta líderes conservadores han admitido el horror, aunque esquiven la palabra tabú. Solo en Madrid se ha querido transformar la empatía cívica en amenaza al orden escolar. Ese aislacionismo ético no es liderazgo; es tacticismo. (elDiario.es)
La presidenta tiene una salida si de verdad le interesa el interés general: condenar sin matices la matanza de civiles —como exige cualquier estándar democrático— y garantizar libertad de conciencia en los centros educativos. Y, ya que presume de pluralismo, comprometerse a que el Museo Hispanojudío no nazca como monumento al blanqueo, sino como espacio de diálogo que pueda albergar, también, voces judías críticas con la guerra. Porque existen, son numerosas y, en no pocos casos, claman hoy contra el castigo colectivo. La memoria se honra con coherencia, no con liturgias vacías.
En las próximas semanas el relato oficial intentará imponerse con medallas, posados y consignas. Pero hay una vara de medir que no entiende de spin: las palabras que faltan. Cuando una dirigente elige no ver, no nombrar, no condenar, el vacío no es neutral; toma partido por omisión. Madrid, capital de convivencia, merece algo mejor que un gobierno que confunde autoridad con altavoz y neutralidad con silencio.