En los últimos años, la evidencia científica es abrumadora: los alimentos ultraprocesados no son una anécdota en nuestra cesta de la compra, sino un factor determinante en la salud presente y futura de la población. El informe publicado en The Lancet vuelve a demostrar algo que llevamos tiempo advirtiendo desde el sindicalismo madrileño: el desplazamiento de los alimentos frescos por productos ultraprocesados está deteriorando nuestra salud, empeorando la calidad de vida de las familias trabajadoras y rompiendo uno de los principales tesoros culturales que nos quedaban: la dieta mediterránea.
No se trata de alarmismos. Se trata de hechos. Y lo que nos dicen los datos es que estamos normalizando una alimentación basada en productos que, por su propia naturaleza, concentran calorías de baja calidad nutricional, azúcares libres, grasas saturadas, sodio, aditivos y sustancias cuya combinación todavía no conocemos del todo, pero que ya muestran vínculos con numerosas enfermedades crónicas. No son un problema individual; son un problema colectivo que afecta a toda una región.
Madrid: cuando la vida no te deja cocinar
La pregunta que debemos hacernos es incómoda pero imprescindible: ¿por qué los ultraprocesados se están convirtiendo en la base de la alimentación de tantas familias madrileñas? No es solo una cuestión económica —aunque lo es, y mucho—. También es una cuestión de tiempo, de estrés y de agotamiento. Es una cuestión de conciliación imposible, de jornadas laborales interminables, de desigualdad entre hombres y mujeres, y de horarios que convierten la cocina en un lujo.
Porque en Madrid, para demasiadas personas, comer sano no es una elección: es un privilegio.
Los alimentos ultraprocesados están diseñados para ser rápidos, baratos y disponibles en cualquier lugar. Son la respuesta del mercado a una sociedad que no tiene tiempo para sentarse a la mesa, ni para cocinar, ni para planificar una dieta equilibrada. Y esta falta de tiempo no cae del cielo: es la consecuencia directa de un mercado laboral que exprime a los trabajadores y trabajadoras con horarios partidos, turnos extendidos y desplazamientos eternos.
La gente que más necesita alimentarse bien es, precisamente, la que menos margen tiene para hacerlo.
Un impacto desigual: la salud también es una cuestión de clase
Las investigaciones internacionales coinciden: el consumo de ultraprocesados es mayor entre las personas con menos recursos económicos, menos tiempo y menos acceso a entornos alimentarios saludables. Y Madrid no es una excepción.
En los barrios del sur y del este, donde se concentran las rentas más bajas y los trabajos más precarizados, la prevalencia de ultraprocesados es mayor. Allí donde falta tiempo, donde las mujeres siguen cargando con la mayor parte de las tareas de cuidado, donde la conciliación es un espejismo, la alimentación se resuelve como se puede, no como se quiere.
Esta realidad tiene consecuencias: más obesidad infantil, más diabetes tipo 2, más enfermedades cardiovasculares, más trastornos metabólicos. En definitiva, más enfermedad y menor esperanza de vida, replicando patrones que el estudio de The Lancet documenta a escala global.
Y, de nuevo, este impacto no se distribuye de manera homogénea. Afecta más a quienes menos recursos tienen, a quienes trabajan en jornadas más duras, a quienes carecen de espacios de descanso y de autocuidado. Es decir: a la clase trabajadora madrileña.
La dieta mediterránea, en retirada
España ha presumido durante décadas de una de las dietas más saludables del mundo. Pero esa dieta mediterránea no vive en los libros ni en las guías turísticas: vive en las cocinas, en los mercados, en las sobremesas y en el tiempo que dedicamos a preparar los alimentos. Sin tiempo, sin igualdad y sin políticas que la protejan, la dieta mediterránea retrocede.
Hoy las generaciones más jóvenes de Madrid comen tres o cuatro veces más ultraprocesados que sus abuelos. Y no es porque lo prefieran; es porque la sociedad que hemos construido, o permitido construir, les empuja a hacerlo.
Cuando la vida transcurre en el transporte público, entre trabajos que no dan tregua, en hogares sin corresponsabilidad y en barrios sin alternativas saludables, el resultado es claro: la tradición culinaria se diluye y es sustituida por comida rápida, barata y adictiva.
Salvar la dieta mediterránea no es nostalgia; es salud pública.
El trabajo como factor determinante de la salud alimentaria
Desde UGT Madrid lo decimos con claridad: la alimentación es también un asunto laboral.
Porque la jornada, la conciliación, la brecha salarial y el reparto de los cuidados condicionan directamente lo que comemos. Un sistema laboral injusto genera una alimentación injusta.
Si queremos que la población madrileña pueda alimentarse de manera saludable, necesitamos:
- Jornadas laborales razonables, que permitan dedicar tiempo a cocinar y comer.
- Corresponsabilidad real, que libere a las mujeres del peso desproporcionado de la alimentación familiar.
- Salarios dignos, que permitan llenar el carrito con alimentos frescos y no con lo más barato.
- Entornos de trabajo saludables, donde la oferta alimentaria no sean máquinas expendedoras llenas de productos ultraprocesados.
Hablar de ultraprocesados sin hablar de condiciones de trabajo es quedarse a mitad del camino.
Un nuevo contrato social para alimentarnos mejor
No podemos seguir culpando a las familias por comer lo que el sistema les empuja a comer. La responsabilidad no puede recaer solo en la elección individual, porque no es una elección libre.
Es hora de políticas públicas valientes:
- más mercados de proximidad,
- ayudas a los alimentos frescos,
- educación alimentaria en los centros de trabajo y en los colegios,
- entornos laborales que favorezcan la salud,
- regulación del marketing que captura a la infancia,
- y una estrategia regional que recupere nuestra tradición culinaria frente a la cultura del “abre y come”.
La salud no puede depender del cansancio
La expansión de los ultraprocesados en Madrid no es un fenómeno inevitable: es el síntoma de un modelo social que exprime a quienes trabajan. Y mientras sigamos sin abordar el problema de raíz —las condiciones materiales de vida y empleo— seguiremos viendo cómo la salud se deteriora a la misma velocidad que se pierde la dieta mediterránea.
Desde UGT Madrid lo decimos alto y claro: proteger la salud alimentaria de quienes sostienen esta comunidad no es un lujo. Es una obligación democrática.
Susana Huertas Moya es secretaria general de UGT Madrid