El juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha contado hoy con el testimonio de Juan Lobato, exlíder de los socialistas madrileños, quien ha puesto de relieve algo más que un episodio de comunicación política mal calibrada. En su declaración, Lobato admitió haber recibido un pantallazo del correo electrónico del abogado de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso, antes de su publicación en los medios. El documento, reenviado por Pilar Sánchez Acera, entonces asesora de Moncloa y hoy número dos del PSOE madrileño, contenía datos personales y, según Lobato, “relevancia política” suficiente como para considerar su uso en el debate público.
La cadena de transmisión del correo y las dudas sobre su procedencia han convertido un intercambio político rutinario en un caso judicial con derivadas institucionales. Aun cuando Lobato sostuvo que no recibió “instrucciones ni órdenes” del aparato del PSOE ni de la Secretaría de Comunicación del Gobierno, su testimonio ha expuesto la delgada línea que separa el uso legítimo de información de interés público del aprovechamiento político de datos de procedencia dudosa.
El centro del caso es un pantallazo. En él, el abogado de González Amador habría enviado información sobre su situación fiscal (elemento que Ayuso utilizó públicamente para defender a su pareja, asegurando que Hacienda le debía 600.000 euros. La filtración, ocurrida antes de la publicación del correo en El Plural, sugiere una circulación informal del documento entre asesores, políticos y periodistas.
Lobato declaró haber actuado con cautela: “Si no está acreditado el origen, es mejor no utilizarlo”. Pero también reconoció que el correo era “un activo político”, una pieza útil para desacreditar el relato de la presidenta madrileña. Su prudencia fue, según dijo, la razón por la que se abstuvo de emplearlo públicamente. Aun así, la pregunta que flota sobre el proceso (quién filtró el documento y con qué propósito) mantiene su capacidad corrosiva.
La línea argumental del abogado de González Amador se centra precisamente ahí: en la sospecha de que el correo podría haber salido de la Fiscalía. Lobato admitió que esa posibilidad se barajó “porque la imagen pública era que quien podía tener interés era la Fiscalía”. Pero insistió en que no tenía pruebas, solo la percepción de que hacerlo público habría podido “interpretarse” de ese modo.
El presidente del tribunal, Andrés Martínez-Arrieta, intervino en varias ocasiones para limitar las preguntas sobre la política de comunicación del Gobierno, recordando que esa cuestión había sido excluida del procedimiento por la Sala de lo Penal. Sin embargo, el efecto ya estaba hecho: el caso había pasado de ser una investigación sobre una posible filtración a una exploración de los límites entre lo político y lo judicial.
El episodio se inserta en una dinámica de desconfianza mutua entre el Gobierno central y el Ejecutivo madrileño. La relación entre Moncloa y la Puerta del Sol lleva años marcada por la confrontación, y cada nuevo caso, ya sea sanitario, fiscal o judicial, reabre la disputa sobre los límites del juego político.
Para el PSOE, el escándalo de González Amador representó una oportunidad para erosionar la narrativa de austeridad y ejemplaridad que Ayuso pretende vender en la Comunidad de Madrid. Para el PP, en cambio, la secuencia de filtraciones, declaraciones y sospechas confirma su tesis de una “utilización partidista” de las instituciones del Estado.
El resultado es un paisaje político donde la veracidad de los hechos importa menos que la eficacia del relato. En este clima, incluso un pantallazo se convierte en arma de campaña.
El testimonio de Lobato, más allá de su relevancia procesal, ilustra un fenómeno más amplio: la erosión de las fronteras entre comunicación política y gestión institucional. En una época de hipertransparencia, donde toda filtración puede convertirse en trending topic en cuestión de minutos, la noción de “uso legítimo” de la información se vuelve resbaladiza.
El riesgo no reside solo en la ilegalidad de una filtración, sino en su instrumentalización. En una democracia saturada de información, los hechos dejan de ser sólidos; se vuelven maleables, moldeados por intereses en conflicto. Y en ese terreno incierto, tanto el Gobierno como la oposición se parecen más de lo que admiten.
En última instancia, el juicio al fiscal general no dirimirá solo responsabilidades penales. Servirá también como espejo del modo en que España gestiona la tensión entre ética, poder y comunicación.