El discurso de Vox, esta vez en boca de José María Figaredo, volvió a situarse lejos de cualquier planteamiento institucional. Entre acusaciones maximalistas y exigencias imposibles, el partido de Abascal reclama al PP una mococión de censura inmediata y convierte otra vez la oposición en un ejercicio de ruido antes que de estrategia. La escena resume el momento político de la ultraderecha: mucho volumen, poca arquitectura y un propósito claro de arrastrar al PP a su propio terreno.
Si algo quedó claro tras la intervención de Figaredo en Cáceres es que Vox ya no distingue entre hacer oposición y hacer oposición al PP. La frontera se ha vuelto tan fina que a veces el tono contra Feijóo es incluso más áspero que el dedicado al Gobierno. Una competición interna a ver quién se exhibe más indignado, más ofendido, más dispuesto a “plantar cara” a lo que sea que les convenga en cada momento.
Figaredo reprochó a Feijóo convocar “manifestaciones de domingo” para luego “irse de aperitivo”. El comentario pretende ser mordaz, y lo es, aunque retrata sobre todo a quien lo pronuncia: Vox lleva años viviendo de la performance, de la política entendida como un continuo golpe en la mesa que sustituye a cualquier esfuerzo serio por construir una alternativa. Una moción de censura “ya”, sin votos ni estrategia, es perfecta para su ecosistema: ruido sin consecuencias y titulares garantizados.
En el mismo tramo de declaraciones, Figaredo exigió al PP que rompa “todos los acuerdos con el PSOE”, desde Bruselas hasta las ciudades autónomas, y que presente la moción cuanto antes. Nada nuevo: Vox funciona bajo un principio invariable, el de dinamitar cualquier puente que no controle. Si no hay margen de negociación, mejor: el conflicto total es su zona de confort.
Lo llamativo es que todas sus acusaciones vienen envueltas en un clima que solo existe en su propio relato, donde España estaría gobernada por delincuentes profesionales y sostenida por una red de cómplices que se extiende desde Bildu hasta cualquier concejal que no recite el catecismo de Abascal. El país que describen es tan extremo que ni siquiera se parece a la España real, pero sí a la que necesitan para mantener movilizada a su base.
En esa misma lógica, Figaredo pidió un “juicio justo” para Pedro Sánchez… en un banquillo de acusados. Un detalle menor, casi anecdótico, dentro de la costumbre de Vox de situar a media España ante tribunales imaginarios. La justicia, en su relato, no se invoca: se instrumentaliza. Y siempre contra los mismos.
El PP intenta caminar sin tropezar en el campo minado de la ultraderecha
Feijóo atraviesa un momento políticamente incómodo. Quiere distanciarse de la bronca sin perder a quienes necesitan más bronca. De ahí la mezcla de tonos: un domingo convoca una concentración, el lunes insiste en la vía institucional, el martes afirma que no se deja arrastrar por Vox. Y llega el jueves Figaredo a recordarle que, según Vox, lo está haciendo todo mal.
A la derecha del PP, el partido de Abascal no se limita a presionar: desacredita, ridiculiza y expone la tibieza de Feijóo sin matices. No buscan colaboración; buscan sometimiento. Y esa tendencia se acelera cada vez que Vox percibe una oportunidad para colocarse como la voz “auténtica” del malestar, aunque sea un malestar fabricado por ellos mismos.
Figaredo subraya que “lo que hay que hacer es plantar cara”, una frase que en Vox sirve para cualquier cosa: desde una moción impracticable hasta una declaración apocalíptica sobre el Gobierno. Es el mantra perfecto para un partido que nunca se pregunta qué ocurriría al día siguiente, porque no está en su horizonte gobernar, sino empujar al resto a un escenario ingobernable.
Mientras tanto, el PP observa ese teatro desde una distancia cada vez más difícil de mantener. Vox no les deja un respiro: cada gesto de Feijóo se convierte en una constatación de su supuesta indecisión, cada matiz es interpretado como concesión al Gobierno y cada silencio como cobardía.
La ultraderecha no quiere socios; quiere rehenes políticos. Y ahí radica la tensión creciente: Feijóo intenta evitar la trampa, pero Vox la amplía a cada intervención pública.