Las seis universidades públicas de la Comunidad de Madrid han anunciado una huelga conjunta para finales de noviembre. Lo hacen tras conocer el proyecto de presupuestos autonómicos para 2026, que mantiene la financiación universitaria prácticamente en los mismos niveles, lejos del 1% del PIB comprometido en distintas declaraciones institucionales. El conflicto se inscribe en un clima de desgaste acumulado: plantillas envejecidas, precariedad docente y un marco normativo que apunta hacia un modelo universitario cada vez más dependiente de recursos privados.
Un presupuesto que no cambia la tendencia
El Gobierno de Isabel Díaz Ayuso presentó un aumento del 6,5% para las universidades públicas. Sobre el papel puede leerse como incremento; sin embargo, la cifra pierde consistencia cuando se observa en relación con el PIB regional: el gasto destinado a universidades apenas pasa del 0,44% al 0,46%. Los equipos rectorales y las plataformas estudiantiles coinciden en que se trata de una continuidad del estancamiento, más que de una rectificación.
La Comunidad de Madrid lleva años situándose por debajo de la media nacional en inversión universitaria por estudiante. Esa brecha se traduce en contratos temporales encadenados, laboratorios que dependen de proyectos externos para operar y grupos docentes sobredimensionados. El déficit estructural no es coyuntural: se ha convertido en modo de gestión.
Los sindicatos académicos consultados estos días recuerdan que las universidades públicas madrileñas han sostenido su actividad gracias a mecanismos informales de sobrecarga y compromiso, y que ese “esfuerzo invisible” es lo que está tocando límite.
La construcción de un modelo: recorte silencioso y externalización
La protesta no apunta solo al presupuesto. El eje de fondo es la Ley del Sistema Universitario de la Comunidad de Madrid, actualmente en fase de tramitación. El borrador apuesta por un modelo donde la financiación pública deja espacio creciente a la captación privada, convenios empresariales y fórmulas mixtas en la gestión de servicios y titulaciones.
No se trata de privatización explícita, sino de desplazamiento del sentido de lo público hacia la lógica de rentabilidad. Los rectores han mostrado su preocupación —en distintos niveles de intensidad— acerca de cómo esta ley puede afectar a la autonomía universitaria y a la orientación de los planes de estudio. El profesorado interino y asociado teme, además, que el nuevo marco consolide su precariedad como condición estructural.
En este contexto, el discurso político del Gobierno regional se apoya en una imagen de eficiencia presupuestaria y “libertad de elección”, mientras evita abordar el impacto de esa orientación en la reducción real del acceso a la educación superior como mecanismo de movilidad social.
Un conflicto que se jugará dentro de los campus
La huelga ya no se plantea como un gesto simbólico. Las asambleas en facultades y departamentos están buscando articular una estrategia de largo recorrido que atraviese el periodo de exámenes, para impedir que el conflicto quede encapsulado en una protesta puntual. Se habla de paros intermitentes, coordinaciones interuniversitarias y presencia pública sostenida.
No se descartan acciones que afecten directamente a la normalidad académica, conscientes de que la presión solo será efectiva si el coste político para el Gobierno regional resulta tangible. En ese sentido, la comunidad universitaria parece haber integrado una lección de los últimos años: los conflictos educativos solo se ganan cuando se disputan los tiempos y los espacios, no únicamente los titulares.