La Universidad Complutense de Madrid (UCM), con más de 60.000 estudiantes y 11.000 trabajadores, atraviesa una crisis económica que amenaza su propio funcionamiento. Su situación no es fruto de la casualidad ni de una mala gestión interna: es el resultado directo de la política de infrafinanciación sostenida por la Comunidad de Madrid desde que Isabel Díaz Ayuso llegó al poder. La mayor universidad pública de España está al borde del colapso y, según denuncian desde UGT Servicios Públicos, “el Gobierno regional ha creado un modelo que ahoga deliberadamente a las universidades públicas para justificar su intervención”.
Una crisis provocada desde la Puerta del Sol
En 2024, la Complutense recibió 412 millones de euros en transferencias corrientes, 14,7 millones menos que en 2010. En ese mismo periodo, la inflación ha subido un 44%, mientras las aportaciones de la Comunidad apenas crecieron un 5%. Es decir: el dinero destinado a pagar nóminas y suministros ha perdido casi la mitad de su valor real.
Esa asfixia económica se traduce hoy en un escenario límite: la universidad no puede pagar los sueldos de diciembre ni la paga extra de Navidad sin un préstamo de 34,5 millones de euros que aún no ha sido formalmente aprobado. “Si no nos conceden el crédito, no podremos cumplir con nuestras obligaciones salariales”, reconoció un decano del campus.
Lejos de asumir su responsabilidad, Ayuso intenta presentar ese préstamo como un gesto de apoyo, cuando en realidad es un parche a un problema estructural que su propio gobierno ha agravado durante años.
Recortes, precariedad y pérdida de calidad
La asfixia presupuestaria no solo impide pagar sueldos, también destruye la calidad de la enseñanza, las becas y la investigación. En 2025, la UCM eliminó la partida de ayudas a grupos de investigación, suspendió las convocatorias de innovación docente y redujo un 35% el presupuesto de los decanatos.
Los ejemplos de degradación son innumerables: estudiantes de Biología que antes realizaban prácticas en los Pirineos ahora las hacen en la Casa de Campo; profesores que pagan de su bolsillo materiales de laboratorio; investigadores que llevan nueve meses esperando una ayuda que nunca llega.
Mientras tanto, denuncia el sindicato, el consejero de Educación, Ciencia y Universidades, Emilio Viciana, se limita a repetir que “la Comunidad de Madrid siempre está al lado de las universidades”. Pero los hechos lo desmienten: las transferencias regionales no cubren ni siquiera los costes salariales del personal, y la universidad se ha visto obligada a pagar parte de los sueldos con el dinero de las matrículas, algo tan insostenible como injusto.
Una autonomía universitaria en peligro
El problema no es solo económico. Lo que está en juego es la autonomía universitaria, un principio constitucional que garantiza la independencia de las instituciones de educación superior. Con un sistema de financiación arbitrario y una “chequera” usada como arma de control, Ayuso ha convertido la educación pública en un tablero político.
Cada negociación con los rectores se convierte en un pulso desigual: o aceptan las condiciones del Gobierno regional o corren el riesgo de quedarse sin fondos. Ese modelo de chantaje financiero ha provocado que algunos campus teman una intervención directa de la Comunidad de Madrid.
Como advierte UGT Madrid, “no se puede hablar de autonomía universitaria cuando las universidades deben mendigar préstamos para pagar a su plantilla”.
Catorce años de retroceso
Desde 2010, las universidades públicas madrileñas arrastran un déficit estructural. En ese año, las transferencias autonómicas comenzaron a reducirse drásticamente bajo el argumento de la crisis financiera. Pero mientras la economía española se recuperaba, Ayuso mantuvo el grifo cerrado.
Solo en 2024, las universidades públicas reclamaron 200 millones de euros adicionales para cubrir los costes básicos de funcionamiento. La respuesta del Gobierno regional fue una subida de menos de 50 millones, claramente insuficiente.
En palabras de un representante sindical, “la Comunidad de Madrid actúa como si aún viviéramos en 2012, pero con precios y salarios de 2025”.
Promesas vacías y nueva ley en el horizonte
El Ejecutivo regional intenta maquillar la situación anunciando una futura Ley de Enseñanzas Superiores, Universidades y Ciencia (LESUC) para 2026. Según Viciana, esta norma traerá un “nuevo modelo de financiación por objetivos” con 10 millones anuales extra para repartir entre las seis universidades públicas.
La cifra, sin embargo, es ridícula: 10 millones entre seis universidades apenas representa el 0,2% de sus presupuestos conjuntos. Es una gota en un océano de necesidades.
Mientras Ayuso multiplica las ayudas y conciertos con universidades privadas, la educación pública se desangra. Madrid es, según la Fundación Conocimiento y Desarrollo, la comunidad con mayor recaudación por tasas universitarias y menor aportación pública por estudiante. En otras palabras: los alumnos madrileños pagan más por recibir menos.
“La Complutense no necesita préstamos, necesita financiación”
El diagnóstico es unánime: el sistema universitario madrileño está roto. Y lo está porque el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso ha decidido priorizar su agenda ideológica y los intereses privados frente al servicio público.
La Complutense, símbolo histórico del conocimiento en España, se ha visto obligada a pedir un crédito para poder pagar los salarios de quienes sostienen la docencia y la investigación. Pero lo que está en juego no es solo la nómina de diciembre: es el futuro de una generación entera.
Como resume un profesor veterano: “Nos están empujando al borde del precipicio para después decir que nos rescatan. La Complutense no necesita préstamos, necesita financiación. Y la Comunidad de Madrid tiene la obligación de dársela”.
La ruina de la Universidad Complutense no es una fatalidad inevitable, sino la consecuencia directa de una política premeditada. Ayuso puede intentar vender su crédito como un acto de responsabilidad, pero lo cierto es que es ella quien ha creado la crisis que ahora finge solucionar. Madrid presume de ser la locomotora de España, pero sus universidades públicas funcionan con el freno echado. Y la factura, una vez más, la pagamos todos.