La liberación de los últimos 13 rehenes israelíes marca el final de uno de los episodios más dramáticos del conflicto entre Israel y Hamás. Dos años después de los ataques del 7 de octubre de 2023, la milicia palestina ha entregado a la Media Luna Roja y a la Cruz Roja a los cautivos que aún mantenía con vida, cumpliendo con la última fase del acuerdo de intercambio pactado con mediación internacional.
Entre los liberados se encuentran jóvenes secuestrados durante el ataque al festival de música Nova, como Rom Braslavski (21 años) y Bar Kupershtein (23), así como los hermanos argentinos Ariel y David Cunio, que fueron capturados en el kibutz de Nir Oz. También han recuperado la libertad otros nombres que se convirtieron en símbolo de la resistencia y la esperanza, como Avinatan Or (32), cuya pareja, Noa Argamani, fue liberada meses atrás en una operación del ejército israelí.

El grupo fue recibido por personal médico y autoridades en territorio israelí, donde serán sometidos a revisiones físicas y psicológicas. La Cruz Roja confirmó que todos estaban con vida al ser entregados, aunque muchos presentan signos de desnutrición y trauma prolongado.
Un intercambio histórico de prisioneros
Mientras los rehenes regresan a sus hogares, cientos de familias palestinas esperan también a sus seres queridos. Israel ha comenzado la liberación de 1.968 presos, de los cuales 250 cumplían largas condenas. Según las organizaciones de derechos humanos palestinas, 154 de ellos serán deportados fuera del país, y otros 88 llegarán a Ramala, donde se han organizado celebraciones multitudinarias.
El ministro de Asuntos de los Prisioneros, Raed Abu Al Humus, ha señalado que “la liberación de los nuestros representa una pequeña reparación ante años de ocupación y sufrimiento”. Sin embargo, la gran mayoría de los excarcelados serán enviados a Gaza, donde las condiciones humanitarias siguen siendo extremas tras los meses de bombardeos.
En la ciudad cisjordana de Ramala, familiares y amigos se concentraron frente al Palacio Cultural, decorado con banderas y pancartas de bienvenida. “Es un momento de alivio, pero también de dolor —declaró una madre entre lágrimas— porque la paz aún está muy lejos”.
Trump asegura que “la guerra ha terminado”
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha afirmado en Jerusalén que “Hamás se desarmará” como parte del nuevo plan de paz acordado con el gobierno israelí. “Sí, la guerra ha terminado”, respondió al ser preguntado por la prensa, en una declaración que ha generado escepticismo entre analistas y diplomáticos, dada la fragilidad del acuerdo y el precedente de anteriores treguas fallidas.
Aunque la liberación de los rehenes y el intercambio de prisioneros ofrecen un respiro tras dos años de violencia, la desconfianza entre las partes sigue siendo profunda. Los expertos recuerdan que incluso los malos acuerdos pueden detener temporalmente las guerras, aunque no siempre garanticen una paz duradera.

Por ahora, el pacto ha logrado lo más urgente: salvar vidas y detener, aunque sea momentáneamente, el círculo de muerte que ha envuelto a Israel y Gaza desde aquel trágico 7 de octubre.
Las primeras liberaciones
La imagen emocionó a medio mundo: siete personas cruzan por fin una frontera que parecía imposible, abrazos que habían quedado congelados en el tiempo, teléfonos vibrando en manos temblorosas, palabras a trompicones. Es legítimo celebrar cada vida salvada, cada reencuentro. Pero sería una irresponsabilidad convertir estas escenas en un borrón y cuenta nueva. El llamado “alto el fuego” es, por ahora, una tregua mínima, frágil y condicionada, una pausa técnica dentro de una lógica de destrucción que no ha rendido cuentas. Y quienes intentan capitalizar políticamente esta pausa —Benjamin Netanyahu y Donald Trump— lo hacen con una mezcla de cinismo y propaganda.
Conviene hablar claro. Alto el fuego, en términos comprensibles, significa dejar de disparar durante un periodo acordado. No es paz, no es justicia, no es reconstrucción, no es verdad judicial. Es la suspensión temporal de la violencia abierta. Si al mismo tiempo se preparan nuevas operaciones, se mantienen asedios y no existe un compromiso verificable para proteger a la población civil y a quienes siguen cautivos, el “alto el fuego” se convierte en una palabra hueca. Sirve para conferencias de prensa y titulares fáciles, pero no para curar heridas.
Netanyahu pretende aparecer como artífice de un rescate que su propio gobierno dificultó durante meses con una estrategia que priorizó la fuerza bruta por encima de la vida de los suyos y de los palestinos. Su responsabilidad política —y moral— en el descontrol previo, en los errores de inteligencia, en la represión sin freno y en la devastación posterior no desaparece porque hoy veamos autobuses moviéndose y banderas ondeando. Tampoco lo hace la responsabilidad por los miles de civiles muertos en Gaza, entre ellos cientos de niñas y niños a los que no se ha dado ni seguridad, ni refugio, ni futuro.
Trump aterriza y declara que “la guerra ha terminado”. Lo dice el mismo personaje que convirtió la diplomacia en espectáculo de plató, que abrazó a autócratas con la misma facilidad con la que despreció normas y tratados, y que hoy intenta reaparecer como pacificador sin haber aprendido nada. Proclamar que “la guerra ha terminado” no la termina. Menos aún cuando la tregua no garantiza la protección de la población civil, no crea un mecanismo independiente de verificación y no abre una vía real para responsabilidades penales por crímenes de guerra. Trump pone la foto; Netanyahu le pone la alfombra; y entre ambos cierran en falso una tragedia que exige verdad y justicia, no selfies y discursos huecos.
Alto el fuego, en términos comprensibles, significa dejar de disparar durante un periodo acordado. No es paz, no es justicia, no es reconstrucción, no es verdad judicial.
Qué significa realmente el canje
El canje es un intercambio: rehenes que vuelven y prisioneros que salen de cárceles israelíes. Explicado sin jerga: se trata de pactar liberaciones cruzadas para reducir el sufrimiento inmediato. Es comprensible y humanamente deseable. Pero la forma importa. Si se hace como un trueque opaco, sin supervisión judicial internacional, sin garantías de no repetición y sin reconocer derechos, el canje se vuelve un paréntesis, no una solución.
Aquí el papel de la Cruz Roja es clave. No negocia; facilita y verifica traslados con neutralidad. Su presencia reduce riesgos, pero no sustituye a la justicia. La dignidad con que trata restos mortales y personas liberadas contrasta con la obscena utilización política de los mismos hechos por parte de líderes que compiten por el encuadre más rentable.
“Paz de escaparate: Netanyahu y Trump venden humo mientras Gaza entierra a sus muertos”
Es igualmente necesario recordar quiénes son los “prisioneros palestinos” cuando se cita una cifra. Entre ellos hay desde personas acusadas de delitos graves hasta detenidos administrativos sin juicio, una figura que permite encarcelar por periodos renovables con pruebas secretas. Esto, dicho en simple, es una zona gris legal que vulnera garantías básicas. Cualquier acuerdo serio debe abordar esa arbitrariedad. Si no, el canje sólo reordena un tablero injusto.
Vidas que no caben en un rótulo
Los nombres de los liberados importan. Sus historias, también. Cada una ilumina una grieta: el festival que se convirtió en trampa mortal, el kibutz arrasado, la familia rota, el joven que no volverá a tocar el piano como antes, la persona que regresa con secuelas físicas y con un miedo nuevo que tardará años en tener nombre. Es igualmente necesario pronunciar los nombres de quienes no volverán, y los de las miles de víctimas en Gaza que jamás tuvieron un corredor humanitario seguro ni un pasillo de cámaras esperándoles.
Cuando en Tel Aviv estallan los aplausos, en Gaza siguen las colas para conseguir agua y pan. Cuando un convoy avanza a la vista de todos, otro intenta cruzar entre escombros y puestos de control para llevar sueros, generadores o combustible a hospitales que ya no pueden más. Si la tregua no garantiza un flujo suficiente y sostenido de ayuda —sin humillaciones ni obstáculos arbitrarios— no habrá alivio real. Y si no hay retorno seguro de la población desplazada, no hay futuro.
El espectáculo no sustituye a la justicia
Netanyahu necesita sobrevivir políticamente. Trump necesita un titular global. Ambos se venden mutuamente el papel de pacificador en una obra sin libreto de paz. El problema es que la política real no son aplausos ni ruedas de prensa en aeropuertos; son compromisos verificables, plazos, mecanismos y responsabilidades. ¿Hay calendario de reconstrucción? ¿Habrá comisión internacional independiente para investigar crímenes de todas las partes? ¿Se protegerá a periodistas y personal humanitario? ¿Se deroga, de una vez, la figura de detención administrativa que pudre el Estado de derecho? ¿Se abrirán pasos fronterizos de forma estable para la ayuda humanitaria bajo control internacional? A estas preguntas, ni Netanyahu ni Trump ofrecen respuestas creíbles.
Decir que “la guerra ha terminado” sin decir cómo se evitará su vuelta es, en el mejor de los casos, propaganda. En el peor, una coartada para preparar la siguiente fase. La paz no se declara; se construye. Y se construye con verdad, con justicia y con garantías. Sin esas piezas, todo lo demás son fuegos artificiales.
Llamar a las cosas por su nombre
Para que cualquiera lo entienda: un alto el fuego sin garantías es un silencio tenso; un canje sin justicia es un intercambio que no corrige la raíz; una visita presidencial con discursos grandilocuentes es puro teatro si no se traduce en protección efectiva de la población civil y en un proceso serio de rendición de cuentas. Netanyahu no puede lavar con una ceremonia años de decisiones que han degradado derechos y vidas. Trump no puede coronarse como pacificador mientras trivializa la diplomacia y borra con frases hechas el sufrimiento ajeno.
Tocar tierra implica asumir compromisos claros: liberar a todas las personas cautivas sin demora, poner fin a los bombardeos y a los asedios, garantizar la entrada sostenida de ayuda, establecer un mecanismo independiente de investigación, proteger a quien informa y asiste, y abrir un camino político real hacia una solución basada en derechos, no en imposiciones. Todo lo demás es ruido.
Hoy hay familias que celebran. Deben hacerlo. Se lo merecen. También hay familias palestinas que abrazan a quienes salen de prisión con la sensación de que nada está asegurado. A ellas también les pertenece este día. La alegría, cuando llega, tiene derecho a quedarse. Para que lo haga, hay que desterrar el cinismo de quienes tratan el dolor como material de campaña.
Que no nos vendan paz cuando sólo han parado unos minutos el reloj de la guerra. Que no nos pidan gratitud cuando no han garantizado verdad ni reparación. Que no nos impongan el aplauso cuando lo que corresponde es vigilancia, exigencia y memoria. La paz no es una foto en pista. Es un contrato con la vida. Y ese contrato, hoy, Netanyahu y Trump siguen sin firmarlo.