La ultraderecha mundial pretende invisibilizar su propio terrorismo

Tras el asesinato del influencer de extrema derecha Charlie Kirk, los líderes ultras de todo el mundo, incluido el propio Donald Trump, han lanzado una campaña de culpar a la izquierda de tener la exclusividad de la violencia, lo cual es falso

17 de Septiembre de 2025
Actualizado el 18 de septiembre
Guardar
Ku Klux Klan ultraderecha

El asesinato de Charlie Kirk, un influencer radical de ultraderecha, los distintos movimientos y líderes de la extrema derecha mundial se han alineado en una campaña que tiene como único objetivo criminalizar a la izquierda como la única que tiene el monopolio de la violencia. Evidentemente, esto es falso, y pretende ocultar el terrorismo de extrema derecha que ha golpeado a todo el mundo. Los hechos probados no se pueden desmentir, por eso lo que los ultras del mundo pretenden blanquear su violencia.

En Estados Unidos, la palabra “terrorismo” sigue asociándose en el imaginario popular a los atentados yihadistas del 11 de septiembre o a la amenaza exterior que se cierne sobre la seguridad nacional. Sin embargo, en los últimos veinte años, la mayor parte de la violencia política letal no provino de enemigos foráneos, sino de actores internos vinculados a la extrema derecha. El supremacismo blanco, las milicias antigubernamentales y los autodenominados patriotas han dejado un reguero de víctimas que rara vez encaja en la narrativa dominante sobre la seguridad nacional ni, sobre todo, en el discurso victimista de los últimos días.

Los datos son claros: más estadounidenses han muerto en su propio país a manos de extremistas de derecha que de cualquier otra corriente ideológica violenta. El perfil del atacante tiende a repetirse con una regularidad inquietante: hombres blancos, desencantados con las instituciones, consumidores asiduos de foros conspiranoicos y radicalizados por un cóctel de racismo, nacionalismo étnico y teorías sobre la llamada “gran sustitución”. Aunque la ideología que los impulsa carece de coherencia doctrinal, la violencia es precisa en sus objetivos: comunidades afroamericanas, inmigrantes latinos, musulmanes, judíos, periodistas o funcionarios públicos.

La cronología de esta violencia interna se extiende a lo largo de dos décadas. La elección de Barack Obama en 2008 fue percibida en ciertos círculos como una amenaza existencial, y dio un impulso renovado a milicias armadas y grupos que veían en el ascenso del primer presidente negro una erosión de la supremacía blanca. A mediados de la década siguiente, los ataques adquirieron una visibilidad mayor: en 2015 un joven supremacista asesinó a nueve feligreses en una iglesia de Charleston, mientras que en 2018 otro extremista abrió fuego en la sinagoga de Pittsburgh, dejando once muertos. Un año más tarde, un joven radicalizado en internet viajó a la ciudad fronteriza de El Paso, en Texas, y mató a veintitrés personas en un supermercado, motivado por el odio a los hispanos. Y en 2021, el asalto al Capitolio mostró otra cara del fenómeno: no ya la violencia individual, sino la acción colectiva, coordinada, con motivaciones políticas explícitas y la intención declarada de subvertir el proceso democrático.

Las cifras dan cuenta de una amenaza persistente. Entre 2015 y 2019, la extrema derecha asesinó cada año a varias decenas de personas; entre tres cuartas partes y cuatro quintos de esas muertes fueron responsabilidad de individuos o células de extrema derecha. En 2019, los asesinatos vinculados a este tipo de ideología alcanzaron las cuatro decenas, la gran mayoría por supremacistas blancos.

La pandemia de 2020 redujo la movilidad y, con ella, el número de muertes, veintidós en total, aunque todas asociadas al mismo espectro ideológico. En 2021 la cifra volvió a crecer, con treinta y tres víctimas, y en 2022, pese a descender a veinticinco, la totalidad de los asesinatos fueron cometidos por extremistas de ultraderecha. En ese año, veintiuna de esas muertes estuvieron directamente relacionadas con supremacistas blancos. El patrón se repite: las armas de fuego como medio de elección, los tiroteos masivos como forma de maximizar el impacto, y las redes digitales como espacios de radicalización y legitimación.

La respuesta institucional, sin embargo, ha sido desigual. Tras los atentados del 11 de septiembre, Washington volcó recursos descomunales en combatir el terrorismo islamista. Mientras tanto, las advertencias sobre la violencia de extrema derecha fueron minimizadas por la incomodidad política que suponía reconocer que la amenaza más letal era interna y que, en muchos casos, provenía de comunidades cercanas a sectores del electorado republicano. El FBI y el Departamento de Seguridad Nacional han endurecido en los últimos años sus informes sobre esta amenaza, pero la percepción pública sigue dividida: lo que para unos es terrorismo, para otros se presenta como la acción aislada de un trastornado.

La violencia de extrema derecha no es un fenómeno exclusivamente estadounidense. Europa ha vivido episodios igualmente dramáticos, aunque con dinámicas propias. En 2011, Noruega quedó marcada por la masacre perpetrada por Anders Breivik: setenta y siete muertos entre la bomba en Oslo y el tiroteo en la isla de Utøya, motivado por islamofobia y odio al multiculturalismo. Fue el recordatorio más brutal de que un solo individuo, armado con un ideario conspirativo global, podía infligir un trauma nacional.

Alemania ofrece otro ejemplo de persistencia estructural. En 2016, un joven radicalizado cometió un tiroteo en un centro comercial de Múnich, matando a diez personas. Más allá de los ataques espectaculares, el país registra año tras año decenas de miles de delitos con motivación de extrema derecha, entre ellos miles de agresiones violentas contra inmigrantes, minorías o símbolos democráticos. En 2023 se documentaron casi treinta mil incidentes, de los cuales más de mil doscientos fueron violentos; en 2024 las cifras crecieron aún más, superando los cuarenta mil casos. Francia, por su parte, vive un aumento de agresiones contra musulmanes, judíos e inmigrantes, muchas veces invisibles en las estadísticas del terrorismo pero palpables en la vida cotidiana de las comunidades afectadas. No es casual que el incremento de este tipo de terrorismo vaya en paralelo al crecimiento de los partidos ultraderechistas.

Según Europol, en el periodo comprendido entre 2009 y 2020 más de una quinta parte de las muertes por terrorismo en Europa fueron obra de extremistas de ultraderecha. Aunque los yihadistas continúan siendo responsables de la mayoría de los atentados letales, la tendencia europea muestra un crecimiento sostenido en el número de incidentes vinculados a la ultraderecha. Como en Estados Unidos, la radicalización y la circulación de manifiestos y símbolos a través de foros internacionales han dado a este fenómeno un carácter transnacional.

La diferencia entre ambos lados del Atlántico radica en la letalidad. En Europa, el acceso restringido a las armas de fuego limita la capacidad de un individuo radicalizado para causar masacres, aunque no reduce la frecuencia de los ataques ni su impacto social. En Estados Unidos, en cambio, la combinación de polarización política, facilidad para adquirir armamento y reticencia a reconocer la amenaza ha permitido que la violencia de extrema derecha cobre una magnitud superior.

El terrorismo de extrema derecha no es un fenómeno marginal ni pasajero, sino una amenaza sostenida por más que ahora, tras el asesinato de Charlie Kirk, los ultras pretendan ocultar su historial criminal. La paradoja es amarga: las sociedades que se conciben a sí mismas como bastiones de la democracia liberal están lidiando con insurgencias fragmentadas pero persistentes, nutridas por la desinformación, la polarización y la desconfianza hacia las instituciones. La historia demuestra que estas corrientes no desaparecen por sí solas.

Lo + leído