Parece que ha pasado una vida pero sólo han sido unos pocos días desde la sentencia del Supremo que condenó al fiscal general del Estado. El análisis de la misma, desde un punto de vista periodístico, demuestra que más allá de la dimensión estrictamente penal del fallo, la resolución plantea una cuestión de calado constitucional que afecta directamente al derecho al secreto profesional, al estatuto jurídico del periodista como testigo y, en última instancia, a la calidad democrática del derecho a la información.
El caso trasciende el ámbito de la responsabilidad individual para adentrarse en el terreno institucional. En una democracia constitucional, el modo en que los tribunales valoran el testimonio de periodistas que comparecen en juicio sobre hechos relacionados con filtraciones de interés público no es un asunto menor ni accesorio. Se trata de una pieza central del artículo 20 de la Constitución, que protege tanto la libertad de información como el secreto profesional. En este contexto, adquiere especial relevancia el tratamiento otorgado por el Tribunal Supremo al testimonio del periodista de la Cadena SER Miguel Ángel Campos, uno de los receptores directos de la información filtrada y testigo de los hechos que fundamentan la condena.
La sentencia reconoce formalmente la existencia y relevancia del secreto profesional periodístico, citando la jurisprudencia constitucional consolidada, pero lo hace de manera meramente declarativa. El reconocimiento no se traduce en una eficacia real a la hora de valorar la prueba practicada. El tribunal admite que los periodistas pueden ser llamados a declarar sin que ello implique vulnerar su derecho a no revelar las fuentes, pero, llegado el momento decisivo, prescinde del contenido sustancial de su testimonio sin ofrecer una motivación suficiente. El secreto profesional aparece así como una garantía vaciada de contenido práctico.
El fallo considera acreditado que la información llegó a los periodistas desde la Fiscalía General del Estado, bien de forma directa o a través de un tercero, con pleno conocimiento y aceptación del fiscal general. Sin embargo, esta afirmación se sostiene sobre una fórmula deliberadamente ambigua que evita enfrentarse a un dato esencial: el periodista negó de forma expresa, bajo juramento, que el fiscal general fuera su fuente directa. Pese a ello, el tribunal opta por una reconstrucción alternativa de los hechos que no se apoya ni en prueba técnica concluyente ni en el testimonio directo del receptor de la información, lo que supone un desplazamiento probatorio de enorme gravedad desde la perspectiva del derecho a la información.
La omisión resulta especialmente problemática porque el testimonio de Campos era nuclear para esclarecer los hechos. En un procedimiento donde el elemento central del tipo penal es la transmisión de un correo electrónico a un periodista, la identificación del origen de la información, las circunstancias de su recepción y la secuencia temporal de los contactos no son detalles secundarios, sino el corazón mismo del enjuiciamiento. Un tribunal puede legítimamente discrepar de un testigo, pero no puede hacerlo sin explicitar las razones que le llevan a descartar su versión, y menos aún cuando se trata del único receptor directo del material presuntamente filtrado y de un profesional amparado por un derecho fundamental.
La sentencia, sin embargo, no explica por qué ignora su declaración ni por qué concede mayor valor a una inferencia judicial que a un testimonio directo. El mensaje implícito es inquietante: la palabra acreditada de un periodista carece de valor jurídico cuando contradice la hipótesis fáctica asumida por la Sala. Esta desvalorización choca frontalmente con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha reiterado que la protección del periodismo no se limita a impedir la revelación forzosa de las fuentes, sino que exige evitar cualquier actuación judicial que pueda tener un efecto disuasorio sobre la actividad informativa.
El efecto disuasorio de esta sentencia es evidente. Si declarar como testigo no sirve para que el tribunal tenga en cuenta lo declarado, la comparecencia pierde sentido. Si el periodista es tratado como un mero transmisor prescindible de información y no como un testigo cualificado, se erosiona su función constitucional. Y si la información publicada se utiliza como base incriminatoria mientras se invalida la versión del profesional que la recibió, se abre la puerta a una instrumentalización del periodismo por parte del propio Estado.
Subyace en el fallo una concepción funcionalista del periodismo, entendido como un actor subordinado al proceso penal y no como un contrapoder autónomo. El relato de hechos presenta al periodista como un receptor pasivo, sin analizar el contexto profesional, los matices informativos ni la credibilidad de su versión frente a las conjeturas judiciales. La Sala reconstruye así un relato informativo sin contar realmente con quien lo vivió, y lo hace contradiciéndolo sin una motivación reforzada.
Esta actitud revela una desconfianza injustificada hacia el testimonio periodístico. El periodista no era parte en el procedimiento, no tenía interés personal en proteger al acusado y su medio mantuvo una línea editorial independiente. En términos de derecho probatorio, si el tribunal sospecha que un testigo miente o encubre, está obligado a razonarlo. No hacerlo supone una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva y al proceso con todas las garantías.
Además, al no otorgar valor al testimonio del periodista, el tribunal alcanza un resultado materialmente equivalente a vaciar de contenido el secreto profesional. No se obliga a revelar la fuente, pero se penaliza procesalmente el ejercicio de ese derecho al convertir la declaración en irrelevante. Esta lógica contradice de forma directa la doctrina europea, que protege tanto el silencio sobre la fuente como la integridad del estatuto procesal del periodista.
Desde un punto de vista jurídico, la sentencia incurre también en una confusión entre fuente, intermediación y autoría penal. La afirmación de que la filtración se produjo directa o indirectamente con conocimiento del fiscal general no puede sostenerse sin prueba directa o indicios sólidos. La publicación de una noticia no permite inferir automáticamente la responsabilidad penal de una autoridad, y convertir una hipótesis en un hecho probado vulnera el principio de presunción de inocencia y la exigencia de certeza judicial.
Las consecuencias institucionales son profundas. El precedente que se establece debilita la confianza entre la prensa y el sistema judicial, y envía un mensaje preocupante al conjunto de la profesión: si la versión del periodista contradice la narrativa judicial dominante, puede ser ignorada sin explicación. Esto erosiona la función democrática del periodismo como garante del control del poder.
La Sentencia 1000/2025 produce así una triple erosión: del derecho a la información, al ignorar un testimonio profesional protegido; del secreto profesional, al privarlo de eficacia real; y de la función constitucional del periodismo, al relegarlo a un papel accesorio. La crítica jurídica y periodística de este fallo no solo es legítima, sino imprescindible para preservar el equilibrio entre instituciones y libertades fundamentales. Tras esta resolución, se hace más urgente que nunca la aprobación de una verdadera ley del secreto profesional periodístico, que garantice que los jueces comprendan que esta protección no es un privilegio corporativo, sino uno de los pilares esenciales de la democracia informativa.