La sanidad autonómica como síntoma: privatizar el riesgo, socializar la desigualdad

Más allá del relato ideológico, los modelos sanitarios de las comunidades autónomas reflejan un conflicto político básico: quién garantiza el derecho a la salud y quién lo convierte en mercancía

14 de Octubre de 2025
Actualizado el 15 de octubre
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La sanidad autonómica como síntoma: privatizar el riesgo, socializar la desigualdad

En un país donde la sanidad pública ha sido convertida en eslogan electoral, la realidad se mide en listas de espera, en retrasos en cribados oncológicos o en mujeres que aún tienen que salir de su comunidad para abortar. Bajo el relato de la "colaboración público-privada", Andalucía ha llevado el modelo externalizador a sus consecuencias clínicas. Castilla‑La Mancha, en cambio, se presenta como contramodelo de eficacia pública, aunque su discurso autonómico no resiste una auditoría completa. Ni hay músculo fiscal suficiente ni se pelea por obtenerlo.

En Andalucía, lo privado como coartada para desmantelar lo público

La caída de los programas de cribado de cáncer en Andalucía no es solo un fallo técnico: es una consecuencia directa de un modelo sanitario orientado a subcontratar lo esencial y aparentar eficiencia con criterios de mercado. El modelo sanitario andaluz, con gestión popular desde hace más de una década, ha avanzado hacia una estructura en la que los servicios críticos —desde radiología hasta cirugía menor— se ofertan en paquetes licitados a empresas externas.

La consecuencia es conocida y, para muchos pacientes, dolorosa: las demoras en los diagnósticos no se deben a fallos puntuales, sino a una planificación deliberadamente orientada a vaciar lo público sin asumir costes electorales. Cuando el diagnóstico precoz del cáncer se convierte en una ruleta, lo que falla no es la gestión: lo que falla es el modelo.

En 2025, el gasto sanitario por habitante en Andalucía sigue estancado en 1.764 €, muy por debajo de comunidades como Euskadi o Asturias, que superan los 2.500 €. Ese margen no se compensa con retórica. La percepción ciudadana tampoco lo maquilla: Andalucía se mantiene en los últimos puestos en satisfacción sanitaria. El discurso de “modernización” no se sostiene cuando el personal huye y la atención primaria colapsa.

Castilla‑La Mancha: continuidad pública, silencios estratégicos

En el otro extremo del discurso político, Castilla‑La Mancha se presenta como modelo de resistencia pública, con hospitales de titularidad autonómica y una planificación sin concesiones privadas en la estructura central. La foto es impecable, pero el análisis revela sombras importantes.

El gasto por habitante —1.777 €— se sitúa en el promedio nacional. Las encuestas le otorgan una ligera ventaja en percepción ciudadana, aunque sin nota para presumir: 5,74/10. El gobierno de Emiliano García‑Page ha convertido este dato en relato de gestión eficaz, pero algunas grietas invitan a la cautela.

Por ejemplo, el aborto. En 2022, no había un solo hospital público en la región que ofreciera interrupción voluntaria del embarazo. Todos los procedimientos se derivaban a clínicas privadas bajo conciertos. Esa dependencia desmonta la idea de un sistema plenamente público y revela una trampa habitual: preservar la titularidad estatal pero externalizar los derechos.

Y más allá del modelo de gestión, Castilla‑La Mancha ha optado por una posición débil en el debate por la financiación autonómica. No ha encabezado la reivindicación de más recursos pese a ser una de las comunidades con menor renta per cápita, mayor dispersión y población envejecida. La excusa ha sido la “estabilidad institucional”. 

Lo fiscal es político: las cifras como frontera de la equidad

Entre la comunidad con mayor inversión per cápita en sanidad (País Vasco) y la que menos dedica (Madrid), la diferencia supera el 69 %. Esa brecha no es un problema técnico, ni un efecto colateral: es una decisión política. Y mientras algunas regiones intentan mitigarla desde su presupuesto, otras se resignan al reparto injusto con una mezcla de resignación y cálculo partidista.

En este contexto, el “modelo sanitario” de cada comunidad no es solo una elección de gestión, sino una forma de entender la responsabilidad institucional. En las regiones gobernadas por el PP, como Madrid o Andalucía, se ha normalizado un modelo de eficiencia low cost, que convierte la sanidad en una plataforma para negocios estables. Las subcontrataciones, los conciertos y los hospitales en régimen PFI no son excepciones, sino la norma.

Pero no se puede exculpar a quienes, desde gobiernos nominalmente progresistas, aceptan sin disputa las reglas que estructuran la desigualdad. Castilla‑La Mancha podría ser un referente si usara su relato de eficacia para cuestionar la arquitectura fiscal. En cambio, administra sin molestar y reivindica sin incomodar. El resultado: estabilidad con grietas.

Lo público no se sostiene sin conflicto

Hay algo profundamente político en el modo en que se gestiona la salud. No se trata de hospitales nuevos o de listas de espera puntuales. Lo que está en juego es quién se hace cargo del coste de garantizar derechos universales.

Hoy, el mapa autonómico revela dos tendencias: la externalización sistémica sin transparencia y la gestión pública sin confrontación política real. Ni una ni otra bastan. Porque sin músculo fiscal, sin exigencia al Estado, sin voluntad de repensar el modelo de financiación, la sanidad pública seguirá funcionando como una promesa que se cumple a medias y se privatiza en los márgenes. Y eso, incluso cuando no se dice, se nota en cada sala de espera vacía de personal, en cada hospital que no realiza abortos, en cada paciente que llega tarde al diagnóstico.

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