El crecimiento de la extrema derecha no responde únicamente a los resultados electorales. Se afianza cuando sus discursos se vuelven sentido común y las garantías colectivas dejan de percibirse como límite democrático. La disputa ya no es solo por gobernar, sino por definir el marco desde el cual pensamos lo posible.
La extrema derecha no aparece como un relámpago ni como una anomalía inesperada. Se instala cuando logramos discutir sus postulados sin advertir que esos postulados cuestionan derechos básicos. No se trata solo de ver quién gana unas elecciones, sino de observar qué cambia en la manera en que hablamos de convivencia, de lo público, de lo común.
Durante los últimos años, su expansión en parlamentos, gobiernos autonómicos y administraciones locales no ha consistido en un salto brusco. Ha sido más lento, más paciente, casi táctico. El verdadero movimiento ha ocurrido en el terreno discursivo: palabras, categorías y prioridades que antes se consideraban extremas hoy circulan con naturalidad. La normalización es la victoria política fundamental.
Un malestar administrado políticamente
Estos partidos han entendido algo esencial: la política se gana cuando logras darle forma a la angustia de época. En un contexto donde el alquiler se come más del 40% del sueldo, donde la precariedad se ha vuelto paisaje y el cansancio social es sostenido, el relato importa más que la propuesta detallada.
El mecanismo es reconocible. Primero, se identifica un malestar difuso: inseguridad, incertidumbre, sensación de pérdida. Después, se le coloca un rostro: el extranjero, la feminista, la familia monoparental, el joven sin empleo, el barrio que cambia. Finalmente, se convierte ese malestar en agravio organizado, un nosotros amenazado por un ellos fabricado a medida.
No hace falta que el relato sea exacto. Basta con que sea emocionalmente convincente. Cuando el lenguaje ya no describe, sino que ordena
El cambio más visible —y más subestimado— es el del lenguaje institucional. Conceptos como “menores extranjeros no acompañados”, “ideología de género” o “adoctrinamiento educativo” ya no operan solo en redes o tertulias; estructuran decisiones administrativas.
Y aquí está la clave: no se necesitan grandes leyes para retroceder; se puede recortar un programa sin anunciarlo; se puede ralentizar una ayuda sin admitirlo; se puede vaciar de recursos una oficina de igualdad sin explicarlo. La erosión no es espectacular. Es burocrática. Y por eso pasa inadvertida hasta que el daño ya está hecho.
La defensa de lo común ocurre en lo concreto
La respuesta política errónea es confiar en la apelación moral constante. Señalar, denunciar, indignarse: todo eso sirve poco si la vida cotidiana sigue siendo un territorio de incertidumbre material. La disputa real está en cómo se sostiene la existencia: vivienda, ingresos, tiempo, redes de apoyo. Cuando esas bases fallan, el discurso que promete orden —aunque sea a costa de libertades ajenas— resulta atractivo.
No se trata de épica ni de nostalgia. Se trata de garantizar que no haya que competir contra el vecino para vivir. Que la convivencia no dependa de excluir al otro para asegurar lo propio. Porque la extrema derecha no avanza por fuerza argumental. Avanza porque se ha debilitado la capacidad social de pensar los derechos como algo que nos pertenece colectivamente y no como concesiones negociables.
Ahí está el centro de la disputa. No en las urnas solamente, sino en la arquitectura de lo que consideramos decente, razonable y posible.