El PSOE ha registrado en el Congreso una reforma del Código Penal y de la Ley Orgánica del Poder Judicial para introducir nuevas causas de recusación y abstención cuando un juez se pronuncie públicamente en términos políticos, invocando su cargo. La iniciativa llega tras años de exposición mediática de magistrados y asociaciones judiciales que han intervenido de forma explícita en el debate político. El objetivo declarado es proteger la apariencia de imparcialidad; el riesgo, redefinir los límites entre expresión profesional y libertad individual.
Un conflicto que no empieza ahora
La reforma no surge en abstracto. Responde a una deriva sostenida de posicionamientos públicos de actores judiciales que han asumido roles de parte en conflictos políticos territoriales, legislativos o electorales.
El problema no es solo jurídico, sino de credibilidad institucional. Un juez que se presenta como actor político introduce duda razonable sobre su capacidad para decidir sin sesgos, incluso cuando la decisión sea técnicamente correcta.
La propuesta no se limita a declaraciones públicas: también incluye contactos privados con partes interesadas y participación en actos y concentraciones. Es decir, no se sanciona una opinión, sino su uso estratégico desde la autoridad judicial. La clave es la apariencia, no solo la imparcialidad efectiva. La justicia necesita que se confíe en ella, no solo que funcione.
El riesgo de legislar sobre el gesto
La cuestión es dónde trazar la línea. Jueces y fiscales, como cualquier persona, tienen posiciones políticas. La diferencia es que su trabajo no puede funcionar sin un marco mínimo de neutralidad reconocida colectivamente.
En un escenario donde los tribunales se han convertido en terreno de disputa ideológica, las declaraciones públicas de jueces no son un detalle, sino un factor estructural de deslegitimación del sistema.
Sin embargo, cualquier regulación en este terreno exige precisión. El riesgo es convertir un mecanismo de protección institucional en un instrumento sancionador.
La clave no está en prohibir opiniones, sino en evitar que el cargo se utilice como altavoz o escudo. Aquí es donde la cultura democrática pesa más que la letra jurídica.
Derogar las ofensas religiosas: una deuda pendiente
La proposición incluye además la derogación del artículo 525 del Código Penal, el delito de ofensa a los sentimientos religiosos. Es un cambio relevante: el mantenimiento de esta figura penal ha funcionado históricamente como freno a la crítica cultural y a la expresión artística, no como protección de la libertad de culto.
La derogación alinea la legislación con un principio básico: las creencias no pueden colocarse por encima del derecho a la expresión, y los sistemas simbólicos también pueden ser cuestionados.
Que esta derogación llegue ahora, tras años de uso selectivo del delito para perseguir performances, humoristas o activistas, se explica por correlación de fuerzas, no por convicción repentina.
No hay consenso cerrado sobre la reforma, y la discusión será áspera. Lo que está en juego es quién define la neutralidad institucional y desde dónde.
El problema no son las opiniones privadas de los jueces. El problema aparece cuando la autoridad judicial se convierte en agente político y, con ello, la justicia deja de ser un espacio común y pasa a ser otro frente de combate.