La conmemoración del medio siglo de la muerte de la dictadura ha servido, paradójicamente, para constatar que ciertos imaginarios autoritarios no pertenecen al pasado. La presencia creciente de jóvenes que reivindican sin complejos símbolos, relatos y jerarquías propias de aquel régimen no surge de un vacío sociológico, sino de un ecosistema político y mediático que ha transformado la vergüenza en identidad y la marginalidad en oportunidad.
La incomodidad perdida
Que existiera en todas las generaciones un sector que coqueteaba con ideas autoritarias nunca fue un descubrimiento. La novedad reside en la desaparición del pudor. Lo que antes se llevaba en voz baja hoy circula con soltura en redes, tertulias y mítines. La explicación es sencilla: cuando los referentes adultos dejan claro que no hay precio reputacional por exhibir ese ideario, la contención desaparece.
El cambio cultural no se produce cuando un joven decide declararse afín al discurso ultra, sino cuando comprueba que esa declaración tiene premio, desde el aplauso digital hasta la profesionalización de algunos perfiles. La ironía, por muy suave que se formule, es inevitable: quienes se quejaban de ser víctimas del “pensamiento único” han terminado por construir su propio ecosistema de recompensa, más eficaz que cualquier canon cultural previo.
Una infraestructura perfectamente conocida
El avance de estas posiciones no puede entenderse sin la red de organizaciones que llevan años trabajando en paralelo a la política institucional. Algunas surgieron desde entornos ultracatólicos; otras nacieron en espacios comunicativos de nuevo cuño. Todas comparten una estrategia milimétrica: insertarse allí donde la conversación pública es más vulnerable, desde los debates sobre derechos sexuales hasta la esfera digital donde la desinformación encuentra campo libre.
Redes bien financiadas, plataformas de activación rápida y un discurso emocionalmente contundente han hecho el resto. El objetivo es simple: ocupar terreno mientras el adversario duda, y aprovechar cada hueco dejado por una izquierda que tardó en comprender que el debate cultural también es un debate político. La ausencia de esa reacción temprana permitió que los mensajes excluyentes se colaran con facilidad entre quienes buscaban narrativas “rebeldes” en un mercado saturado.
La ignorancia como combustible
No es casual que buena parte de este fenómeno se concentre en adolescentes y jóvenes que no han recibido una formación histórica rigurosa sobre la dictadura y sus consecuencias. Han crecido en un país donde la memoria colectiva sigue siendo un territorio irregular, atravesado por resistencias políticas y vacíos educativos. En ese terreno, los mensajes simplificados —los de los youtubers, los perfiles disruptivos y las supuestas “contraculturas” reaccionarias— encuentran un espacio fértil.
La ironía aparece sin necesidad de subrayarla: quienes hablan de libertad lo hacen desde una comprensión mínima de lo que significa vivir bajo un régimen que perseguía, depuraba y encarcelaba por pensar distinto. Y quienes reivindican ese pasado lo hacen sin haber tenido que cargar con ninguna de sus consecuencias. No es rebeldía; es desinformación convertida en estilo.
Un aula digital donde siempre gana quien grita más
La conversación pública se ha trasladado a espacios donde las reglas deliberativas valen poco. En ese entorno, la extrema derecha ha comprendido antes que nadie que la clave no es la veracidad, sino la capacidad de ocupar atención. La construcción de identidades digitales basadas en la provocación ha ido sustituyendo a los debates con argumentos. Y quienes se sentían atraídos por posiciones reaccionarias —antes minoritarias y socialmente incómodas— hoy encuentran un espejo, una comunidad y, en ocasiones, hasta una nómina.
El fenómeno tiene una dimensión más delicada: la construcción de enemigos internos. Migrantes, mujeres que reivindican igualdad, personas LGTBI, defensores de servicios públicos… todos han sido situados como amenazas. Lo que podría parecer un exceso retórico es, en realidad, un mecanismo clásico de movilización autoritaria: definir quién “sobra” para cohesionar a quienes buscan una identidad firme.
La capacidad de la extrema derecha para utilizar las herramientas formales de la democracia en contra de la propia democracia no es una novedad histórica. Lo nuevo es la velocidad con la que se difunden estos relatos y la potencia de quienes los impulsan. Han leído, han estudiado, han observado y han decidido emplear las grietas del sistema como palanca. No conviene minusvalorarlo. Pero tampoco sobredimensionarlo: el peligro reside en la complacencia, no en la exageración.
Lo que sí conviene señalar es que las ideas excluyentes no proceden de lugares extravagantes, sino de personas absolutamente normales, con rutinas corrientes, que han adoptado una visión de la sociedad fundada en la jerarquía y la hostilidad. Y, como toda construcción ideológica basada en la exclusión, debe ser combatida desde lo político, lo cultural y lo institucional, sin ceder a la caricatura fácil ni al alarmismo improductivo.