Cada día se suceden titulares, crisis y polémicas que duran lo que tarda el algoritmo en sustituirlas. La atención pública se ha vuelto un recurso escaso, administrado por los flujos de la novedad. La consecuencia es una paradoja: nunca supimos tanto y, al mismo tiempo, nunca comprendimos tan poco.
La velocidad como forma de censura
El bombardeo informativo no amplía la democracia, la entorpece. La saturación impide la deliberación. No se trata de censura clásica, sino de algo más sutil: una velocidad que asfixia el pensamiento. Cuando la agenda cambia cada doce horas, los asuntos estructurales —el trabajo, los cuidados, la vivienda o el clima— desaparecen del debate antes de que puedan madurar políticamente.
Esa lógica deja fuera todo lo que requiere contexto. Lo complejo resulta incompatible con el tiempo que dura una pantalla encendida. Lo que no encaja en formato corto simplemente no existe. El resultado es una ciudadanía agotada, incapaz de seguir el ritmo, que oscila entre la ansiedad informativa y la indiferencia defensiva.
Lo preocupante no es solo el exceso de noticias, sino la pérdida de jerarquía entre ellas: cada asunto pesa lo mismo, cada alarma sustituye a la anterior. La política se convierte en ruido; la opinión, en reflejo inmediato.
El ciclo que olvida
Hay una relación directa entre la sobreinformación y el olvido. La acumulación de noticias no genera memoria, genera desgaste. Lo que ayer era crisis nacional hoy apenas ocupa un pie de página. La información circula, pero no se asienta. No hay tiempo para procesar ni para exigir rendición de cuentas: lo urgente se impone sobre lo estructural.
Esta fugacidad es funcional al poder. Cuando nada dura, nada puede discutirse en profundidad. Los gobiernos, los partidos o las empresas aprenden rápido, y basta con esperar al siguiente escándalo para que el anterior se disuelva en la marea. La sobreinformación no incomoda al poder; lo protege.
El tiempo como bien político
No es casual que los mismos mecanismos que aceleran el consumo de información sean los que reducen el tiempo para pensar y cuidar. La atención se ha convertido en un campo de disputa: quien logra ocuparla, gobierna la percepción colectiva. El problema no es el acceso, sino el ritmo. La política actual no se construye sobre argumentos, sino sobre estímulos breves que piden reacción, no reflexión.
En ese contexto, la tarea de los medios —y de la ciudadanía— no es competir en velocidad, sino reivindicar la lentitud como forma de comprensión. Detenerse a pensar no es una pérdida de tiempo: es una práctica democrática.
Lo que no cabe en un titular
La sobreinformación también tiene un sesgo de clase y de género. Quien vive atrapado en jornadas interminables o en la economía del cuidado no tiene tiempo para filtrar el exceso informativo. Las mujeres —y especialmente las mujeres migrantes— cargan con un doble silencio: el de la precariedad y el de la invisibilidad mediática. Sus temas no suelen ocupar portadas, y cuando lo hacen, desaparecen al día siguiente.
En esa estructura desigual, la atención se reparte con los mismos criterios que el poder: más a quien más tiene. La saturación informativa es también un mecanismo de exclusión.