La afirmación del ministro Óscar López —que el fallo del Supremo lanza el mensaje de “no te atrevas a tocar a Ayuso”— ha circulado con rapidez por su contundencia. Pero su verdadero sentido no está en la frase, sino en todo lo que anticipa: la percepción de que el tribunal ha dado un paso que altera la relación entre la fiscalía, la justicia penal y el ejercicio de control sobre el poder.
Un mensaje que revela un problema de fondo
La reacción de Óscar López no puede enmarcarse como una respuesta emocional al desenlace del caso. Lo que plantea es una cuestión más profunda: la de si la sentencia establece un precedente que condicionará la capacidad de la fiscalía para actuar con libertad en investigaciones que afectan a figuras especialmente visibles. Esa lectura no se sostiene en la intuición, sino en el efecto práctico que tiene una condena a quien, por mandato legal, debe ejercer la acción pública sin injerencias.
El ministro verbaliza una inquietud que se ha extendido en ámbitos institucionales: la de que el fallo pueda interpretarse como un aviso. No un aviso jurídico, sino un aviso estructural. Allí reside el núcleo del problema. La justicia no puede transmitir la idea de que investigar determinados entornos acarrea un riesgo mayor que investigar cualquier otro ámbito del poder público.
La actuación del Supremo y el vacío explicativo
El fallo del Tribunal contra García Ortiz no solo sanciona una conducta. Redibuja los límites de la responsabilidad penal en ámbitos donde la práctica institucional había mantenido otros criterios de valoración. Eso exige una motivación especialmente clara, porque desplaza una frontera que no es solo jurídica, sino funcional, la de cuándo un error administrativo, un exceso o una decisión discutible se convierten en delito.
Los cinco magistrados que sostienen la condena adoptan una interpretación que exige ser comprendida en su razonamiento completo. Ese razonamiento, sin embargo, no ha sido explicado aún con el nivel de precisión que un asunto de este alcance requiere. Y es en esa ausencia donde se asienta la crítica política e institucional. La discrepancia no es con el derecho penal aplicado, sino con la coherencia del salto interpretativo. Un tribunal de la jerarquía del Supremo debe preservar la previsibilidad de sus decisiones. Si modifica un estándar, debe justificarlo. Cuando no lo hace, el sistema queda expuesto a lecturas que erosionan la confianza en la independencia de sus órganos.
Las consecuencias para la fiscalía y para el equilibrio institucional
El efecto más inmediato del fallo es la apertura del relevo en la Fiscalía General del Estado. Pero la consecuencia estructural va más allá del nombramiento. La sentencia introduce un elemento de inseguridad en quienes deben tomar decisiones en contextos de presión política o mediática. La protección del cargo no es un privilegio personal; es un requisito para que la fiscalía cumpla su función sin condicionantes externos.
En este punto, la crítica subyacente en las palabras de Óscar López adquiere sentido institucional: si el máximo representante de la acción pública puede ser condenado por actuaciones que se sitúan en el perímetro habitual de su función, la fiscalía pierde margen de maniobra. Y cuando ese margen se reduce, también se reduce la capacidad del Estado para actuar en defensa de la legalidad.
El riesgo no es retórico. Una fiscalía debilitada es una fiscalía menos eficaz en la defensa de los derechos de quienes carecen de recursos para sostener una batalla jurídica prolongada. La independencia real no se mide en declaraciones, sino en entornos de protección que garanticen que investigar al poder no tenga más costes que investigar cualquier otro delito.
Una reacción que anticipa un debate inevitable
Las palabras de Óscar López funcionan como catalizador de un malestar preexistente. No porque cuestionen la autoridad del tribunal, sino porque obligan a abrir un debate sobre la consistencia técnica de la sentencia y sobre el efecto que proyecta hacia el conjunto del sistema. La justicia no puede convertirse en un espacio donde el investigador carga con un riesgo mayor que el investigado. Ese desequilibrio altera la naturaleza del Estado de Derecho. Y es en esa tensión —no en la frase más llamativa del ministro— donde se sitúa el debate que este fallo deja abierto.