Cuando el Partido Popular decidió abrir las puertas de varios gobiernos autonómicos a Vox, muchos creyeron que se trataba de una operación de normalización: integrar a la extrema derecha en la gestión diaria, diluir su radicalismo en la burocracia y mantener la estabilidad con un socio incómodo, pero útil. Lo que el PP no advirtió o prefirió no admitir es que Vox no busca gobernar el sistema, sino desbordarlo desde dentro. Su presencia en los ejecutivos regionales ha sido menos un ejercicio de poder que una estrategia de sabotaje: entrar para demostrar que nada funciona.
El experimento empezó con una sonrisa de coalición en Castilla y León y se expandió como una epidemia administrativa por Extremadura, Aragón, Murcia y Baleares. La foto de familia era impecable: banderas alineadas, promesas de unidad, la retórica de la “mayoría social” frente a la izquierda. Pero, con el tiempo, las grietas se convirtieron en estrategia. Allí donde Vox gobierna con el PP, la estabilidad ha durado lo justo para estallar en disputas internas, vetos cruzados y amenazas veladas de ruptura. Extremadura ha sido el ejemplo más visible: un gobierno que nació entre aplausos y terminó entre reproches, presupuestos bloqueados y elecciones anticipadas.
La mecánica es casi de manual. Primero, Vox entra en el poder como socio leal, exigiendo carteras menores pero con alto valor simbólico. A continuación, eleva sus demandas a niveles imposibles: expulsar a inmigrantes, derogar leyes de igualdad, liquidar políticas climáticas o revisar la memoria histórica. Cuando el PP, con su instinto de supervivencia institucional, intenta contener el ímpetu, Vox denuncia “traición a los votantes” y retira el apoyo. El gobierno se tambalea, los presupuestos se bloquean, y la única salida que queda es una disolución anticipada. Para Vox, eso no es un fracaso: es el objetivo. Cada ruptura refuerza su relato de que “el sistema no funciona” y que solo su demolición permitirá reconstruir España sobre bases “auténticas”.
En este juego, el PP se convierte en un aliado. Su necesidad de gobernar le empuja a pactar con un socio que no cree en la gobernabilidad. Vox utiliza las instituciones autonómicas como escenario de su discurso anti-sistema, no como herramienta de gestión. Cada consejería conquistada es un altavoz; cada presupuesto frustrado, una demostración práctica de que la política tradicional es impotente. Lo que para el PP es desgaste, para Vox es capital político.
En Castilla y León, el primer laboratorio del experimento, Vox se vanaglorió de haber “entrado en el sistema para cambiarlo”. Lo que cambió fue el ritmo de la administración, que pasó de la parsimonia castellana a la parálisis política. Las leyes prometidas por Vox, una alternativa a la ley de violencia de género o una normativa de “concordia” para sustituir a la memoria histórica, se quedaron en borradores o fueron anuladas por los tribunales. Pero el partido no lo lamentó: podía presentarlo como prueba de que el Estado bloquea las reformas “patrióticas”.
En Aragón, el guion es idéntico: Vox presiona, el PP se resiste, la coalición se enreda en disputas sobre símbolos, y la gestión ordinaria se hunde entre acusaciones de censura, “tibieza” y “traición”. En Murcia, donde la coalición se sostuvo a base de silencios incómodos, los desencuentros sobre inmigración y competencias locales han derivado en un empate perpetuo: ni ruptura definitiva ni estabilidad real. Todo ello mientras Vox se prepara, sin disimulo, para el desenlace que más le favorece: nuevas elecciones donde pueda presentarse como víctima de la “vieja política” que no soporta su autenticidad.
Extremadura, sin embargo, ha sido la joya del experimento. La presidenta del PP, María Guardiola, firmó un pacto con Vox que prometía gobernabilidad y “sentido común”. En la práctica, el acuerdo se convirtió en un duelo permanente sobre cada decisión, desde la política educativa hasta el tono de los comunicados institucionales. Cuando finalmente el presupuesto autonómico se convirtió en campo de batalla y Vox se negó a aprobarlo, el gobierno se vio obligado a adelantar las elecciones. Para el PP, un desastre; para Vox, una victoria narrativa. La crisis sirvió para reforzar su tesis central: el sistema no se reforma, se derrumba.
El mecanismo es tan evidente que asombra que el PP siga cayendo en él. Cada vez que cede una parcela de poder, Vox la usa como trinchera desde la que disparar contra la arquitectura institucional. La táctica recuerda, en cierto modo, a la de los partidos antisistema de otras democracias europeas: entrar en los gobiernos para demostrar su disfuncionalidad. Lo hizo Matteo Salvini en Italia; lo ensayó la AfD en algunos municipios alemanes; lo repite Vox en la España autonómica, un terreno fértil para la erosión porque multiplica los puntos de fricción.
El resultado de esta estrategia es una inestabilidad crónica que se disfraza de pluralismo. Cada ruptura obliga a repetir elecciones, cada adelanto electoral refuerza el discurso de que “las instituciones no sirven” y cada fracaso de gestión alimenta la sensación de que la democracia se ha burocratizado hasta el absurdo. Es un ciclo perfecto: cuanto peor funciona el sistema, más razones tiene Vox para insistir en que debe cambiarse por completo.
El PP, atrapado entre su deseo de poder y su necesidad de distancia, se encuentra en la posición más ingrata posible: el socio que pone los votos y paga los platos rotos. Romper con Vox lo haría vulnerable ante su electorado más conservador; mantener el pacto lo condena a la inestabilidad. Así, los populares navegan entre equilibrios imposibles, mientras Vox disfruta de la tormenta que él mismo ha provocado.
Desde una perspectiva institucional, el fenómeno resulta devastador. La gobernabilidad se erosiona, las elecciones anticipadas se vuelven rutina, y la confianza ciudadana se deteriora. Lo que antes se consideraba crisis —un adelanto electoral, una coalición rota— se ha convertido en paisaje. La democracia autonómica, pensada para garantizar la proximidad entre poder y ciudadanía, se ha transformado en un laboratorio de sabotaje, donde el experimento más exitoso es el fracaso.
Vox no necesita destruir el sistema con violencia ni reformas radicales; basta con demostrar que no funciona. Entra en él, lo bloquea desde dentro y sale reforzado. El PP, mientras tanto, actúa como custodio del desorden. Lo irónico es que ambos partidos comparten un diagnóstico (la necesidad de “orden” y “eficacia”), pero solo uno se beneficia de la descomposición que genera.
En este tablero, el problema no es solo la ultraderecha: es la aceptación de que el caos puede ser una herramienta de poder. Si el PP continúa cediendo terreno a un socio que convierte cada pacto en un ensayo de demolición, el sistema democrático español corre el riesgo de convertirse en una maquinaria que se sabotea a sí misma. Vox no necesita dinamitar el edificio: basta con convencer a los inquilinos de que las paredes están carcomidas. Por ahora, el plan funciona.