En teoría, los partidos políticos existen para organizar la representación democrática, articular proyectos de país y garantizar la gestión de los recursos públicos en beneficio de la mayoría. En la práctica, en España parecen haberse transformado en otra cosa: maquinarias obsesionadas con las encuestas, con el ciclo electoral permanente y con la comunicación como fin en sí mismo. La gestión, entendida como la capacidad de aumentar la prosperidad de las clases medias y trabajadoras, ha quedado relegada a un segundo plano.
Desde el año 2016, la política española funciona como una campaña electoral continua. Las redes sociales y la fragmentación parlamentaria han intensificado una dinámica donde cada movimiento se mide por su impacto en titulares, en la agenda de los informativos y en la conversación digital.
Los presupuestos, las reformas fiscales, las políticas de vivienda, la mejora de las condiciones laborales y salariales, o las estrategias industriales se discuten más en clave de desgaste al adversario que de mejora de la productividad o del bienestar ciudadano. La pregunta central en Moncloa, en Génova o en Ferraz no es “¿qué política pública nos conviene a diez años?”, sino “¿cómo afectará esto a la intención de voto en los sondeos?”.
La economía real, en segundo plano
Mientras tanto, los indicadores revelan una tensión creciente. España mantiene tasas de paro estructural elevadas, sobre todo juvenil; una productividad estancada; y un acceso a la vivienda cada vez más precario para amplias capas de la población. La clase media, antaño orgullosa columna vertebral de la democracia, ve cómo sus salarios pierden poder adquisitivo frente a la inflación, mientras los servicios públicos se resienten por falta de inversión o por ineficiencias burocráticas.
Los partidos diagnostican el mal, pero rara vez aplican terapias de largo recorrido. La reforma del mercado laboral se convierte en una trinchera ideológica. La política energética oscila en función de coyunturas y pactos europeos. La estrategia industrial brilla por su ausencia en un momento en que otros países compiten por atraer inversión tecnológica y verde.
Lógica del márketing político
La política española se ha convertido en un ejercicio de branding. El ciudadano es tratado como consumidor y no como sujeto de derechos. Los programas electorales son catálogos de promesas breves, diseñados más para ser tuiteados que para ser aplicados. En lugar de reformas estructurales, predominan las medidas simbólicas, muchas veces reversibles al primer cambio de legislatura.
Los partidos se parecen cada vez más a agencias de comunicación con estructuras internas centradas en la imagen y el relato. La “gestión” queda en manos de tecnócratas invisibles, subordinados a la necesidad de no perjudicar al relato electoral.
Desafección y populismo
La paradoja es que este cortoplacismo erosiona justo aquello que los partidos dicen querer preservar: la confianza ciudadana. Según el CIS y Eurobarómetro, los españoles sitúan a los partidos políticos entre las instituciones menos valoradas. La percepción de que “todos son iguales” alimenta la desafección y abre espacio al populismo de extrema derecha, que se presenta como alternativa frente a unas élites ensimismadas en sus luchas internas.
La consecuencia de fondo es más peligrosa: cuando los partidos renuncian a construir prosperidad para las clases medias y trabajadoras, el terreno queda abonado para la polarización y el desencanto democrático.
Existen ejemplos internacionales que podrían inspirar un cambio de rumbo. Países como Dinamarca o Canadá han logrado combinar estabilidad institucional con políticas de largo plazo que refuerzan tanto la competitividad económica como la cohesión social. La clave no ha sido la genialidad de un líder, sino la voluntad de sus partidos de poner la gestión por encima del tacticismo electoral. Y eso conlleva, por ejemplo, alcanzar pactos de gobierno ideológicamente antinaturales pero que en un momento de atomización parlamentaria son fundamentales para preservar tanto la democracia como para ejecutar las reformas estructurales que España y su pueblo precisan con urgencia.
En España, sin embargo, esa disciplina de largo plazo sigue siendo la excepción. El reto para los partidos es solo ganar elecciones, olvidándose de por qué existen: para gestionar lo público en favor de quienes más dependen de él.