Nuremberg, España y las lecciones que el mundo vuelve a poner a prueba

El octogésimo aniversario de los juicios de Nuremberg está pasando totalmente desapercibido en España a pesar de la importancia para el derecho internacional que tuvieron y por la condena mundial a los líderes nazis

21 de Noviembre de 2025
Actualizado el 24 de noviembre
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Juicio de Nuremberg
Hermann Goering y Rudolph Hess durante una sesión de los juicios de Nuremberg

En noviembre de 1945, mientras las ruinas humeantes de una Europa devastada apenas dejaban ver el invierno, cuatro potencias vencedoras sentaron a 22 hombres en el banquillo. Era un tribunal sin precedentes: por primera vez la barbarie no sólo iba a ser derrotada, sino descrita, enumerada, clasificada y juzgada ante el mundo.

Los juicios de Nuremberg no fueron un gesto moral; fueron un acto fundacional. De esas sesiones nació la arquitectura jurídica que sostendría la segunda mitad del siglo XX: los crímenes contra la humanidad, la responsabilidad individual de los dirigentes, la inadmisibilidad de la obediencia debida, la idea misma de que el Estado puede ser juzgado. Europa comprendió que la civilización no se defiende sola.

Ochenta años después, esa memoria titubea. Y en España, un país cuya transición fue modélica en su capacidad para mirar hacia otro lado, el recuerdo de Nuremberg se ha desdibujado hasta casi desaparecer del debate público. Es una omisión que revela algo más profundo que desinterés: señala el riesgo de una cultura democrática que ha empezado a perder sensibilidad ante los mecanismos que la sostienen.

España no participó en los juicios porque estuvo del lado de los nazis. El franquismo, superviviente del cataclismo europeo, se mantuvo al margen de aquella rendición de cuentas. La transición democrática optó por una falsa y endeble reconciliación sin tribunales. Ese pacto social permitió la convivencia; también creó zonas de sombra. En contraste, Nuremberg nació precisamente para que no hubiera sombras, para que las atrocidades quedaran expuestas bajo una luz tan frontal que nadie pudiera reclamar ignorancia.

Hoy, sin embargo, la distancia con aquel espíritu se agranda. En España, la memoria de Nuremberg apenas aparece en los planes de estudio; las referencias públicas son esporádicas y superficiales; y la idea de que las democracias deben protegerse activamente de sus enemigos, una lección central del proceso, está peligrosamente ausente. Mientras otros países celebran aniversarios, exhiben archivos o revisan su historia jurídica, España mira a Nuremberg como a una reliquia lejana, más propia de historiadores que de ciudadanos.

Pero la desatención tiene consecuencias. Porque Nuremberg no es el pasado: es un manual para el presente. En un mundo donde líderes políticos coquetean abiertamente con discursos xenófobos, donde guerras de agresión regresan al continente y donde proliferan movimientos que relativizan la violencia estatal, olvidar los fundamentos jurídicos del orden internacional no es sólo negligente, es peligroso.

El ascenso global del autoritarismo, desde los populistas de extrema derecha europeos hasta los gobiernos que manipulan la justicia como arma, demuestra por qué Nuremberg sigue siendo relevante. No se trata de sus detalles procesales, sino de sus principios: la responsabilidad individual de quienes ostentan poder; la obligación moral y jurídica de documentar la verdad; la idea de que los crímenes del Estado no caducan por conveniencia política. La guerra en Europa del Este ha reavivado debates sobre tribunales especiales, sobre la capacidad del derecho internacional para sancionar invasiones y sobre la fragilidad de un sistema basado en consensos que se erosionan. Todo ello remite, inevitablemente, al tribunal que lo hizo posible.

La paradoja española es que el país, habiendo experimentado en carne propia la deriva hacia la violencia política, no haya interiorizado plenamente la dimensión preventiva de la justicia histórica. Mientras Alemania convirtió Nuremberg en un pilar pedagógico, en un recordatorio constante de las consecuencias de la complacencia con el extremismo, España optó por un relato que prioriza la reconciliación falsa sobre la responsabilidad. Ese enfoque, comprensible en los años setenta, es insuficiente para el siglo XXI. La democracia española, madura y consolidada, puede permitirse un examen más profundo. Y quizá deba hacerlo.

Porque Nuremberg enseña, sobre todo, que la democracia no se mantiene sola. Exige vigilancia, pedagogía y una defensa activa frente a quienes banalizan la violencia o idealizan soluciones autoritarias. En una Europa donde partidos extremistas logran avances electorales significativos, donde el revisionismo histórico gana adeptos y donde la polarización alimenta discursos excluyentes, olvidar esas lecciones es una forma de desarme moral.

La memoria democrática no es un ejercicio sentimental. Es un instrumento político. Y mientras España se sumerge en discusiones coyunturales, en disputas partidistas de corto recorrido y en una amnesia selectiva que evita confrontar los riesgos del presente, el mundo recuerda por qué Nuremberg fue necesario.

La relevancia del tribunal de 1945 no reside en lo que dictó, sino en lo que simbolizó: el compromiso de las democracias con reglas que limiten el poder incluso en tiempos de crisis. Allí donde esa memoria se debilita, los adversarios del orden liberal encuentran espacio para avanzar.

El tribunal que quiso evitar que la historia se repitiera necesita hoy, irónicamente, ser recordado para impedir que la historia vuelva a repetirse. Y se está recorriendo el mismo camino, más digital, sí, pero hacia el mismo abismo.

 

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