La Ley de Amnistía condenó al fiscal General del Estado

Sectores de la izquierda llevan el fallo que condena a Álvaro García Ortiz a lo puramente ideológico, pero es el primero, como lo serán los de Begoña Gómez y David Sánchez, que responde a la aprobación de la Ley de Amnistía

22 de Noviembre de 2025
Actualizado el 24 de noviembre
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Cuando la Justicia Jueces

La Ley de Amnistía le está saliendo muy cara a Pedro Sánchez. Una parte del precio que pagó para seguir siendo presidente, que incluía contradecir las palabras que él mismo había pronunciado horas antes de las elecciones generales, se está convirtiendo en la pala que está cavando su tumba política. Y eso sucede por falta de conocimiento de la realidad de las instituciones que conforman los poderes del Estado, sobre todo a los jueces españoles.

La condena a dos años de inhabilitación a Álvaro García Ortiz para ocupar el cargo de fiscal General del Estado es una reacción a lo que los togados hispánicos creen que es una intromisión y una descalificación de sus decisiones. Ese es el quid de la cuestión.

No se trata, como pretenden transmitir desde diferentes sectores de la izquierda, de una guerra de la derecha contra la izquierda. No es una cuestión de jueces conservadores (o fachas). Ojalá sólo fuera eso. El problema es aún más grave desde un punto de vista de respeto a la democracia y a los valores que la sustentan. El poder judicial español siempre ha actuado, tanto los progresistas como los conservadores, en paralelo porque viven en un ambiente marcado por la creencia de impunidad frente a sus decisiones. Eso es lo que no ha entendido nunca Pedro Sánchez.

La Ley de Amnistía ha sido el detonante de todo lo que está sucediendo en la actualidad. Sin entrar en la legalidad, alegalidad o ilegalidad de ese texto aprobado por el Congreso de los Diputados, de lo que en este Ágora se ha analizado mucho, la cuestión es que los jueces han tomado ese texto como un ataque directo a su autoridad. Eso no lo aceptará jamás un togado español con puñetas.

Cuando el primer gobierno de Sánchez aprobó los indultos a los líderes independentistas encarcelados se produjo una reacción política, pero nunca judicial. Los jueces saben que eso es una prerrogativa del Ejecutivo y, en consecuencia, no lo tomaron como una injerencia en sus decisiones.

Sin embargo, la amnistía es otra cosa. Ahí se les tocó la fibra sensible y reaccionaron a través de distintas causas judiciales e investigaciones policiales ordenadas por los juzgados. Un juez español jamás aceptará que cualquier ente externo a la propia Justicia nacional les repruebe una sentencia. Se está viendo constantemente con la rebelión constante del Tribunal Supremo ante las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).   

La Ley de Amnistía es vista por una parte mayoritaria de la judicatura, sobre todo entre los que ocupan las instancias con capacidad para dictar sentencias firmes, como un ataque frontal, porque no es sólo que se anulen delitos y condenas, sino que se otorga la medida de gracia a personas que están procesadas, perseguidas por la Justicia y que aún no han sido juzgadas, como es el caso de Carles Puigdemont.

De ahí que el fallo contra el fiscal General del Estado sea el primero. Los próximos serán los de Begoña Gómez y David Sánchez, personas del entorno familiar del presidente del Gobierno a las que se juzgará y, seguramente, se condenará también, haya pruebas, indicios o sólo humo. No ha sido ni será un golpe de Estado judicial, como se asevera y se repite de manera recurrente desde determinados sectores de la izquierda, es la respuesta de una casta que se cree intocable y que ahora se ha sentido atacada con la Ley de Amnistía. Las Cortes podrán legislar sobre otras instituciones del Estado, incluso las Fuerzas Armadas, pero nunca tendrán una reacción tan virulenta que la que se generará si se entra en el terreno de los jueces. Con la Ley de Amnistía el gobierno Sánchez ha jugado a la ruleta rusa con cinco balas en el tambor.

Jueces españoles, un problema sistémico

La izquierda, sobre todo el PSOE, descubre ahora, con sobresalto, una realidad que llevaba décadas escondida a plena luz del día y que, cuando han gobernado no se han atrevido a reformar, una realidad que los ciudadanos de a pie llevan sufriendo durante décadas. Las causas judiciales abiertas contra Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, Álvaro García Ortiz o David Sánchez no solo han alterado el pulso político sino que han forzado al progresismo, y especialmente al PSOE, a mirar hacia un territorio que siempre había preferido ignorar: la ponzoña estructural del poder judicial español. No es la derecha, ni la fachosfera, ni las conspiraciones, es el propio diseño del sistema el que hace tiempo dejó de sostener la confianza mínima imprescindible en una democracia madura.

Durante años, cada vez que surgían sospechas de parcialidad o decisiones difícilmente explicables, la respuesta del PSOE era casi litúrgica: “hay que respetar las decisiones judiciales”, “los jueces son independientes”. Fue una forma cómoda de cerrar debates incómodos, de evitar asumir que la justicia española arrastraba inercias corporativas que nunca pasaron por el filtro de la Transición. Mientras tanto, cientos de miles de ciudadanos, pequeños empresarios, familias enteras atrapadas en procedimientos interminables, sabían perfectamente que ese respeto sagrado era un lujo que solo se podían permitir quienes no se jugaban nada.

Solo cuando los nuevos procedimientos han tocado de lleno al círculo íntimo del presidente del Gobierno o a determinadas instituciones, el PSOE cayó del guindo. De pronto, palabras hasta hace poco consideradas exageraciones activistas como lawfare, persecución política, guerra judicial, uso interesado de los tribunales, encontraron hueco en el argumentario socialista. La súbita iluminación moral no nace de un análisis sereno, sino de un shock personalista. El sistema no ha cambiado: lo que ha cambiado es quién lo padece.

El origen del problema es antiguo y mucho menos ideológico de lo que la política, en su afán por reducirlo todo a bandos, intenta sugerir. Tras la Transición, España reformó su economía, su sistema de partidos, su legislación básica y su relación con Europa. Pero la justicia quedó prácticamente intacta. Se modernizaron edificios, pero no estructuras. Se proclamó independencia, pero se toleraron prácticas opacas. Se amplió el derecho, pero no se democratizó la gobernanza interna. A falta de una reforma profunda, los tribunales conservaron lógicas corporativas impermeables al escrutinio ciudadano y escasamente compatibles con un Estado de derecho del siglo XXI.

No sorprende que, en ese terreno ambiguo, los casos mediáticos se conviertan en un teatro de suspicacias. A derecha e izquierda se ha recurrido, en distintos momentos, a la acusación de persecución judicial. Lo hizo el PP ante causas de corrupción que luego acabaron en condenas firmes. Lo hace hoy el PSOE ante el caso Begoña Gómez o frente al fallo que inhabilita al fiscal General. Con un guion intercambiable, cada fuerza política denuncia lo que antes celebraba cuando afectaba a sus rivales. Pero esa guerra cruzada no hace más que ocultar la cuestión central: el problema no es quién sufre la decisión de un juez, sino cuánto se puede confiar en que esa decisión obedece exclusivamente a criterios jurídicos y no a impulsos selectivos del propio sistema.

El episodio de los cinco días de “reflexión” de Pedro Sánchez simboliza esta tensión. Aquella pausa melodramática pretendía despertar al país ante un supuesto ataque político encubierto bajo ropajes judiciales. Pero, más allá del efectismo, lo que puso de relieve fue la enorme distancia entre el discurso idealizado sobre la independencia de los jueces y la realidad cotidiana de un sistema donde la transparencia es escasa, la autocrítica nula y la rendición de cuentas prácticamente inexistente. Y donde, además, una minoría judicial situada en posiciones clave puede inclinar decisiones de enorme trascendencia sin mecanismos eficaces para supervisarlas.

España arrastra desde hace 50 años un tabú que ninguna fuerza política ha querido afrontar seriamente: la necesidad de una verdadera revolución judicial que vaya más allá de modificar el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, desmantelar las acusaciones populares o ajustar leyes orgánicas. El desafío es más profundo: se trata de abrir la justicia a la luz, de romper los círculos cerrados de poder, de establecer controles externos efectivos, de auditar patrimonios, disciplinar abusos, hacer totalmente transperente el reparto de casos y proteger a quienes denuncien irregularidades dentro del sistema. Y, sobre todo, de asumir que la independencia judicial no consiste en blindar al juez frente a la política, sino en garantizar al ciudadano que nadie, ni magistrado ni político, está por encima de la ley y, por desgracia, hay demasiados jueces que cree que la ley está a su servicio y que son impunes.

La política española ha elevado la palabra “reforma” a un mantra vacío, y el poder judicial se parapeta con la misma intensidad frente a cualquier intento de supervisión, interpretándolo como un ataque. Ambos poderes han contribuido, por inacción o por conveniencia, a perpetuar un modelo que combina prestigio formal con disfunciones muy reales.

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