La izquierda alimenta al monstruo

Cómo la inoperancia social de la izquierda española impulsa a la extrema derecha de Vox

27 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 11:55h
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Durante la última década, la izquierda española ha construido un relato ambicioso en torno a la justicia social, la redistribución de la riqueza y la protección de las clases medias y trabajadoras. Sin embargo, la narrativa ha convivido con una experiencia cotidiana muy distinta para millones de ciudadanos: salarios que no suben, alquileres que se disparan, servicios públicos que se deterioran y un Estado que promete derechos pero entrega trámites. Ese desajuste entre discurso y realidad se ha convertido en el terreno más fértil para el crecimiento de la extrema derecha, que hoy ya no pesca únicamente en el caladero tradicional del Partido Popular, sino también en sectores desencantados del PSOE y de Podemos.

La explicación a esta paradoja no es simple, pero sí está construida sobre tres pilares: un mercado laboral precario que no ha sido reformado estructuralmente por Pedro Sánchez, un mercado de vivienda convertido en un monstruo ingobernable y una erosión creciente de los servicios públicos y la capacidad administrativa del Estado. Sobre esa tríada, la extrema derecha ha levantado un discurso populista que, paradójicamente, a la gente le suena más realista que la retórica de una izquierda atrapada entre el marketing personalista y la burocracia institucional.

Mucho dato macro, poco bienestar micro

Durante los últimos años, los distintos gobiernos progresistas liderados por Pedro Sánchez han celebrado cifras históricas de empleo, crecimiento del salario mínimo y avances en derechos laborales. En teoría, deberían ser logros contundentes. Sin embargo, para la mayor parte de la población asalariada y para los autónomos, la experiencia vivida es distinta: salarios que crecen por debajo de la inflación, trabajos cada vez más intensos, empleados cobrando por debajo del SMI porque los empresarios les obligan a firmar contratos parciales que se van encadenando bajo la fórmula del "fijo discontinuo" y jóvenes que encadenan prácticas no remuneradas antes de acceder a un empleo real.

La izquierda habla de estadísticas, la gente habla de frigoríficos vacíos a día 20 de mes.

El problema es estructural: España sigue teniendo un modelo productivo donde el grueso del empleo es de bajo valor añadido y baja productividad. Sin cambios en ese modelo, cualquier reforma laboral progresista será meramente cosmética.

La derecha radical ha entendido el vacío. Su mensaje es simple: “La izquierda os ha traicionado; el sistema no funciona; el enemigo está fuera”. Y funciona porque, para quien vive con menos de 1.000 euros al mes, lo que no funciona no es la globalización, ni la llamada transición ecológica, ni la supuesta conspiración de Bruselas: lo que no funciona es su vida diaria.

La bomba política perfecta

Si hay un ámbito donde la izquierda española ha fracasado de manera más dramática es el de la vivienda. El país ha pasado en dos décadas de tener uno de los mercados inmobiliarios más accesibles de Europa a tener uno de los más tensionados. Como consecuencia, el alquiler se ha convertido en una trampa para jóvenes, familias monoparentales y trabajadores precarios.

La Ley de Vivienda, uno de los grandes proyectos estrella de la coalición progresista liderada por Sánchez, ha sido incapaz de frenar la escalada. En muchas ciudades, los precios siguen subiendo, mientras la oferta se reduce y los propietarios prefieren plataformas turísticas o contratos temporales a estudiantes extranjeros. El impacto real de las medidas del gobierno es el mismo que un pellizco de monja.

La frustración que genera este fenómeno no es ideológica: es visceral. Cuando un joven de 30 años con trabajo estable no puede emanciparse, no le interesa un debate teórico sobre la regulación del suelo ni sobre la fiscalidad de los grandes tenedores. Lo que ve es que el Estado habla de derechos mientras él vive peor que sus padres.

Ese resentimiento, profundamente material, no cultural, es un recurso electoral de valor incalculable para la extrema derecha. Que la izquierda no haya sido capaz de anticiparlo es quizás su error estratégico más grave.

El servicio público deja de servir

La izquierda gobierna en nombre del Estado, pero uno de los elementos más corrosivos para su legitimidad actual es la percepción, compartida también por votantes progresistas, de que la administración pública española funciona cada vez peor. Citas médicas con meses de espera, aulas saturadas, falta de atención personalizada en servicios sociales, imposibilidad de acceder a una ventanilla física y una burocracia que exige paciencia monástica para tareas tan simples como renovar un documento o solicitar ayudas. Es cierto que muchas de las competencias sociales están transferidas a las comunidades autónomas, algunas gobernadas por el PP, pero la ciudadanía no entiende de estas cuestiones y la responsabilidad la traslada al Ejecutivo central. 

Este deterioro no es enteramente responsabilidad de la izquierda, pero la izquierda lo ha gestionado mal. Por un lado, ha sobregestionado el discurso sobre derechos; por otro, ha infragestionado la inversión real en capacidad administrativa. El resultado es un desajuste profundo entre expectativas y realidad. Cuando los ciudadanos ven que sus impuestos suben pero los servicios no mejoran, pierden confianza y, por extensión, dejan de creer en la izquierda.

La extrema derecha capitaliza esa frustración con una narrativa devastadora en su simplicidad: “El Estado no ayuda; el Estado estorba”. Para quienes no han conseguido cita en el médico en tres meses, la frase tiene un efecto brutal.

Populismo social de la ultraderecha

Existe una idea extendida según la cual la extrema derecha avanza gracias a discursos identitarios (inmigración, crimen, nación). Eso es cierto, pero incompleto. En España, la derecha radical ha construido un discurso económico eficaz, que hunde sus raíces en la sensación de abandono que sienten amplios sectores de la clase trabajadora y de las clases medias empobrecidas.

Su mensaje es sencillo: “La izquierda solo protege a quienes no trabajan”; “el Estado gasta millones en extranjeros mientras tú no llegas a fin de mes”; “las élites progresistas viven muy bien, pero tú no”, “las políticas sociales no mejoran tu vida: la empeoran.”

Este discurso mezcla exageración, falsedad y oportunismo, pero apela a una emoción poderosa: la percepción de injusticia. No es casualidad que parte de los votantes que en su día apoyaron a Podemos hoy migren hacia propuestas ultraderechistas. Lo hacen no porque se hayan vuelto más conservadores, sino porque se sienten más pobres, más frustrados y más humillados.

PSOE, pragmatismo sin proyecto

El Partido Socialista sigue siendo, pese a todo, el actor central de la izquierda española. Pero su tiempo en el gobierno ha mostrado una tensión creciente: el PSOE es eficaz para gestionar estabilidad institucional, pero carece de un proyecto de transformación social profundo.

El resultado es un progresismo de contención, más táctico que estratégico, más propagandístico que transformador. Las clases medias y trabajadoras perciben que el PSOE les pide confianza mientras gestiona una economía que no les mejora la vida y que el partido no habla su idioma desde hace tiempo.

Ese vacío programático, sumado a alianzas parlamentarias complejas y una hiperpolitización del relato, ha debilitado la idea de que el PSOE pueda devolver dignidad material a quienes la han perdido.

La revolución que se quedó en eslogan

El surgimiento de Podemos en 2014 fue una respuesta orgánica a una injusticia material: la crisis financiera y sus efectos devastadores. Pero con el paso de los años, Podemos se convirtió en otra cosa: una maquinaria simbólica atrapada en guerras internas, debates identitarios y conflictos orgánicos que drenaron su capacidad de gobernar.

Su entrada en el poder no se tradujo en mejoras materiales visibles para la mayoría. Sus avances fueron parciales, fragmentarios, más retóricos que tangibles. Como consecuencia, muchos de sus antiguos votantes, especialmente hombres jóvenes y trabajadores precarios, han derivado hacia opciones de extrema derecha que prometen algo que la izquierda no supo ofrecer: orden, seguridad económica y estabilidad.

La izquierda no mejora la vida, la extrema derecha se encarga de explicarlo

El avance de la extrema derecha no se explica por un giro ideológico repentino, sino por una sensación de deterioro vital. No es una revolución ideológica, es una reacción emocional frente a una izquierda que prometió proteger y no lo consiguió.

La lección es clara. Si las clases medias se sienten abandonadas, miran hacia soluciones autoritarias. Si los trabajadores precarios no ven mejoras, buscan nuevos interlocutores. Si los servicios públicos fallan, culpan al Estado y a quien dice defenderlo. Si la vivienda es inaccesible, cualquier discurso de orden gana legitimidad.

En este ecosistema emocional y material, la extrema derecha no gana por brillantez, sino por descarte.

La extrema derecha no crece porque seduzca: crece porque responde, aunque sea con mentiras, a problemas que la izquierda no ha resuelto.

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