Así fabricaron las élites a la extrema derecha

Todo lo que ves hoy empezó en 2008. No fue un accidente: Crisis económica, redes sociales y smartphones: la combinación que convirtió el malestar en polarización permanente

26 de Diciembre de 2025
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Así fabricaron las élites
Foto: FreePik

La polarización política que atraviesa hoy a las democracias occidentales suele explicarse a través de sus manifestaciones más visibles: el auge de la extrema derecha, la erosión del consenso liberal, la radicalización del discurso público o la deslegitimación de las élites. Sin embargo, estas son consecuencias, no causas. Para comprender el fenómeno en toda su profundidad es necesario volver a un momento clave, a un escenario que cambió todo: la crisis financiera global de 2008, un colapso económico que coincidió, de forma decisiva y supuestamente casual, con una transformación tecnológica sin precedentes y con un cambio estructural del capitalismo que alteró de manera duradera las condiciones materiales y psicológicas de amplias capas sociales.

La crisis de 2008 no fue únicamente una recesión severa. Fue una crisis sistémica, una ruptura del relato de progreso continuo que había sustentado la globalización desde el final de la Guerra Fría. Desde entonces, el mundo no solo es más desigual, sino también más desconfiado, más fragmentado y más vulnerable a discursos antiglobalistas que prometen orden, identidad y protección frente a un sistema percibido como injusto e incontrolable.

2008: el colapso de la legitimidad económica

Durante las décadas previas a 2008, el capitalismo occidental se apoyó en un pacto implícito: aunque los beneficios de la globalización no se repartieran de forma equitativa, el crecimiento acabaría filtrándose hacia abajo. La promesa era sencilla: estabilidad, empleo y mejora progresiva del nivel de vida. La crisis financiera demolió esa narrativa de forma abrupta.

El rescate masivo de bancos y entidades financieras con dinero público, mientras millones de ciudadanos perdían sus empleos, sus viviendas y su seguridad económica, generó una sensación de injusticia estructural. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, amplios sectores de la población occidental comprendieron que el sistema no solo podía fallar, sino que estaba diseñado para proteger a quienes más poder acumulaban.

Este momento marcó el inicio de una crisis de confianza en las instituciones económicas, políticas y mediáticas. La idea de que “el sistema está amañado” dejó de ser marginal para convertirse en un sentimiento transversal, especialmente entre las clases medias empobrecidas y los trabajadores precarizados.

Del capitalismo productivo al capitalismo de especulación

La crisis también hizo visible un proceso que llevaba décadas gestándose: el desplazamiento del capitalismo productivo hacia un capitalismo dominado por la especulación financiera. La economía dejó de girar en torno a la producción de bienes y empleo estable y pasó a centrarse en la maximización del valor financiero a corto plazo.

La financiarización no solo alteró la estructura económica, sino también la relación entre capital y trabajo. La deslocalización industrial, la presión a la baja sobre los salarios, la flexibilización laboral y la erosión de los derechos de los trabajadores se convirtieron en rasgos estructurales del nuevo modelo. Incluso cuando las economías comenzaron a recuperarse tras la crisis, el empleo creado era más precario, peor remunerado y menos protegido.

Este proceso generó una paradoja central: crecimiento sin bienestar, una combinación explosiva para la estabilidad democrática. El sistema seguía produciendo riqueza, pero cada vez para menos personas.

El deterioro del trabajo y la fractura social

La reducción de las condiciones laborales y salariales fue uno de los efectos más duraderos de la crisis. Para millones de trabajadores, especialmente jóvenes, la estabilidad dejó de ser una expectativa razonable. El empleo pasó de ser un pilar de identidad y seguridad a convertirse en una fuente permanente de ansiedad.

Esta precarización tuvo un impacto político profundo. El malestar económico no se tradujo automáticamente en conciencia de clase o en movilización progresista. Al contrario, en ausencia de respuestas claras, se transformó en resentimiento difuso, fácilmente canalizable hacia chivos expiatorios: inmigrantes, élites cosmopolitas, instituciones supranacionales o el propio concepto de globalización.

Fracaso de la izquierda tras la crisis

Uno de los factores clave en el auge del antiglobalismo de extrema derecha fue el fracaso de la izquierda institucional para ofrecer una alternativa creíble tras 2008. En muchos países, los partidos socialdemócratas optaron por gestionar la crisis desde parámetros tecnocráticos, aceptando políticas de austeridad que contradecían su tradición histórica. Y luego llegó la autodenominada "izquierda verdadera" que fue absolutamente incapaz de pasar del eslogan o de los programas máximos a la gestión adecuada de los recursos del Estado, como sucedió en Grecia o Italia, país en el que se llegó incluso a gestar una coalición de gobierno entre la extrema izquierda y la extrema derecha. 

Este giro tuvo un coste político enorme. Al asumir el marco económico dominante, la izquierda perdió su papel como fuerza transformadora y defensora de los perdedores del sistema. En lugar de cuestionar la arquitectura financiera global, se limitó a administrarla. El resultado fue una crisis de representación que dejó a millones de votantes huérfanos de proyecto político.

Ese vacío fue ocupado por fuerzas que ofrecían una explicación simple y emocional del malestar: el problema no era el sistema económico, sino “los otros”.

Redes sociales: la amplificación del malestar

La crisis de 2008 coincidió con la expansión masiva de las redes sociales, un elemento que transformó radicalmente la forma en que se articula el descontento político. Estas plataformas no crearon el malestar, pero sí lo organizaron, aceleraron y radicalizaron.

Diseñadas para maximizar la atención y el engagement, las redes premiaron los mensajes simples, emotivos y polarizantes. La indignación se convirtió en moneda de cambio. En este entorno, los discursos complejos (propios del análisis económico o de la política pública) quedaron desplazados por narrativas identitarias y conspirativas.

La extrema derecha antiglobalista comprendió antes que nadie esta lógica. Supo adaptar su mensaje a la cultura del algoritmo, construyendo comunidades emocionales basadas en la victimización, el agravio y la promesa de restaurar un orden perdido.

Smartphone: la crisis en el bolsillo

A este cóctel se añadió un factor decisivo que a menudo se subestima: la irrupción del smartphone. El iPhone se lanzó en 2007; su adopción masiva se produjo justo cuando la crisis estallaba. Por primera vez en la historia, una recesión global se vivió en tiempo real y de forma permanente, a través de un dispositivo que acompañaba al individuo las 24 horas del día.

El smartphone convirtió la información y la desinformación en una experiencia constante. Las noticias sobre despidos, rescates bancarios, corrupción o desigualdad dejaron de ser episodios puntuales para convertirse en un flujo continuo. El malestar económico se interiorizó de forma mucho más intensa, alimentando una percepción de crisis permanente incluso cuando los indicadores macroeconómicos mejoraban.

Además, el smartphone fragmentó el espacio público. Cada individuo pasó a habitar su propia burbuja informativa, reforzada por algoritmos que confirmaban sus prejuicios. La experiencia compartida de la realidad se debilitó, y con ella la posibilidad de consensos amplios.

Identidad frente a economía

En este nuevo ecosistema, la política dejó de estructurarse principalmente en torno a intereses económicos y pasó a hacerlo en torno a identidades culturales y emocionales. La extrema derecha antiglobalista supo leer este cambio con precisión. En lugar de prometer mejoras materiales concretas, ofreció pertenencia, orden y sentido.

La globalización, un proceso abstracto y complejo, fue simplificada como una amenaza directa a la identidad nacional. Las instituciones internacionales pasaron a representar una élite distante y hostil. El discurso económico fue sustituido por un relato moral: el pueblo contra las élites.

Polarización como resultado sistémico

La polarización actual no es un accidente ni una anomalía pasajera. Es el resultado lógico de un sistema que combinó desigualdad económica creciente, precarización laboral, revolución tecnológica y fracaso político. La crisis de 2008 actuó como detonante, pero sus efectos se multiplicaron por la infraestructura digital emergente.

El antiglobalismo de extrema derecha no ofrece soluciones reales a los problemas estructurales que denuncia. Sin embargo, conecta emocionalmente con millones de personas que sienten que han perdido control sobre sus vidas. Mientras esa sensación persista, su atractivo seguirá intacto.

Diecisiete años después, la crisis de 2008 sigue definiendo el presente. No como un evento económico aislado, sino como el inicio de una era de inestabilidad política y social. La polarización, el antiglobalismo y la desconfianza institucional son síntomas de una crisis que nunca se resolvió en el plano estructural.

Mientras no se aborden las raíces económicas del malestar (la financiarización, la desigualdad, la precariedad) y mientras no se reconstruya un relato político capaz de ofrecer futuro y protección sin caer en el repliegue identitario, la democracia liberal seguirá navegando en aguas turbulentas.

La historia reciente demuestra que cuando las crisis económicas coinciden con revoluciones tecnológicas, el resultado no es solo cambio, sino disrupción profunda del orden político. .

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