En la Cataluña política, siempre acostumbrada a vivir adelantada respecto al resto de España —en movilización, en polarización, en declive del bipartidismo—, el último barómetro del Centro de Estudios de Opinión (CEO) ofrece algo más que una fotografía electoral. Muestra, con la frialdad de los datos y la contundencia de las tendencias, que el ecosistema político catalán se ha convertido en un laboratorio donde se incuban nuevas formas de radicalización. Y, sobre todo, revela cómo la extrema derecha, tanto españolista como independentista, está encontrando el terreno fértil que la inacción y el enfrentamiento entre PSOE y PP le están regalando.
Según el sondeo, elaborado entre mediados de octubre y principios de noviembre, Junts, hasta hace poco el pilar del independentismo conservador, caería a la tercera posición, con entre 19 y 20 escaños, empatado con Aliança Catalana, la nueva formación independentista de ultraderecha que ha logrado convertir un discurso antiinmigración en la principal palanca de su crecimiento. El PSC se mantendría como primera fuerza con 38-40 escaños, seguido de ERC (22-23). Pero el dato realmente disruptivo no está en los primeros puestos, sino en el terremoto silencioso que se libra en el centro y derecha del tablero.
Engendrar monstruos
España vive desde hace una década inmersa en una guerra fría entre PSOE y PP. Ambos partidos, atrapados en un antagonismo constante, han convertido la política nacional en un campo de minas donde casi ninguna reforma estructural es posible. Ese clima, trasladado a Cataluña, ha dejado amplias zonas del electorado sin referentes estables, expuestas al miedo, al hartazgo y a un relato identitario que ya no se articula en términos de independencia, sino de seguridad, orden y exclusión.
Vox, que ya superaría al PP en estimación de voto en Cataluña con 13-14 escaños, muestra una fortaleza inédita en un territorio donde tradicionalmente tenía escasas oportunidades. Al mismo tiempo, Aliança Catalana se dispara hasta 19-20 diputados, absorbiendo votantes de Junts, pero también del PP y del propio Vox. Por primera vez, Cataluña registra un voto dual de extrema derecha: electores que oscilan entre un partido radical españolista y otro radical independentista según la convocatoria.
Ese fenómeno sería impensable sin un elemento clave: la erosión del eje identitario clásico. Con la independencia relegada a un segundo plano, el discurso antiinmigración (amplificado por el vacío institucional y el desgaste de los partidos tradicionales) se convierte en el nuevo pegamento ideológico.
La extrema derecha crece por las grietas
La radicalización tiene geografía. El CEO revela que Aliança Catalana sería ya la primera fuerza en Girona y Lleida, provincias donde el independentismo era hegemónico y donde Junts dominaba con mano de hierro. El ascenso de la formación de Sílvia Orriols, alcaldesa de Ripoll, tiene matices que deberían preocupar a cualquier analista: solo el 48% de sus votantes apoyan la independencia. El resto se reparte entre defensores del federalismo, del statu quo autonómico e incluso de la visión de Cataluña como una región más de España.
Es decir, Aliança Catalana ha logrado lo que el procés nunca consiguió: construir un movimiento transversal que se nutre tanto de independentistas como de votantes conservadores descontentos, castellanohablantes de las periferias urbanas y sectores rurales recelosos de la inmigración. En otras palabras, ha convertido la identidad en una cuestión de pertenencia excluyente, no de soberanía.
Es un salto cualitativo respecto al populismo independentista clásico. Y un eco directo de la radicalización europea que ya domina Francia, Italia, Países Bajos o Suecia.
Junts muere por su contradicción
Junts es el gran perdedor invisible de la historia. El CEO lo define como “el partido con menor fidelidad electoral”: solo el 60% de sus votantes repetirían. El 21% se marchan directamente a Aliança Catalana. Y, a medida que los votantes más críticos con los pactos con Pedro Sánchez abandonan el barco, el electorado que se queda es precisamente el más dispuesto a aprobar la gestión de Salvador Illa.
Es la tormenta perfecta. Los partidos moderados no pueden crecer porque el centro político está en guerra; los partidos clásicos del independentismo pierden su función histórica; y la extrema derecha entra en escena ofreciendo soluciones fáciles a problemas complejos.
Guerra PSOE-PP: el regalo inesperado para los ultras
A nivel nacional estos resultados tienen su importancia. La política española lleva años atrapada en un bucle que recuerda a las democracias fatigadas descritas por los politólogos: un sistema institucional estable que, sin embargo, ha perdido la capacidad de producir consensos.
El choque permanente entre PSOE y PP, una rivalidad que ya no es ideológica sino identitaria, se ha convertido en el marco emocional principal en el que se interpreta cualquier decisión pública, desde una ley educativa hasta la gobernabilidad de un ayuntamiento. En ese clima, la extrema derecha no solo crece: se alimenta del desgaste ajeno.
Durante décadas, PSOE y PP funcionaron bajo la lógica del turnismo moderno: alternancia sin ruptura, diferencias ideológicas importantes pero no estructurales, acuerdos de Estado cuando era necesario. Pero esa arquitectura se fracturó tras la crisis de 2008, el desplome del sistema de partidos en 2015, el conflicto catalán, la llegada de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE, la moción de censura y los pactos parlamentarios que han sostenido al gobierno desde 2018. Hoy, ambos bloques viven de una estrategia que consiste en negar la legitimidad del otro, convencidos de que solo la confrontación moviliza a sus bases y erosiona al adversario.
El resultado es un ecosistema en el que la política ya no se concibe como gestión, sino como guerra cultural. Y donde hay guerra cultural, prosperan quienes ofrecen enemigos, no soluciones.
La inacción política no es un accidente: es el producto directo de la guerra PSOE-PP. España encadena años de presupuestos prorrogados, reformas aplazadas y un debate público dominado por temas identitarios mientras infraestructuras críticas, vivienda, educación, salarios o seguridad siguen sin estrategias coordinadas a largo plazo.
Ese vacío ha generado un síndrome de abandono institucional. Tanto en zonas urbanas con problemas de inseguridad como en valles rurales donde la despoblación avanza sin freno, el mensaje que cala es el mismo: “Madrid solo habla de Madrid”.
En este contexto, la extrema derecha, ya sea la españolista de Vox o la independentista de Aliança Catalana, ofrece algo que PSOE y PP no pueden proporcionar mientras continúen en guerra: narrativas simples, emocionalmente potentes y libres del desgaste institucional.
El crecimiento de Vox o de Aliança Catalana se explica solo por el resultado de un espacio político huérfano: el de los votantes que perciben que las élites políticas viven en una realidad distinta. Ese desamparo es el combustible perfecto para las opciones antiéxito, antiestablishment y antiinmigración.
La politología es clara: en sistemas altamente polarizados, los votantes moderados se desmovilizan y los extremos se activan. La guerra PSOE-PP funciona como una fábrica de radicalización indirecta. Cada vez que uno acusa al otro de “ilegítimo”, “antidemocrático” o “peligro para España”, refuerza la idea de que el adversario ya no es una opción política, sino un enemigo existencial.
Ese clima deteriora la confianza en las instituciones y hace que parte del electorado busque salidas más contundentes: mano dura en seguridad, fronteras cerradas, identidad rígida, ruptura con el orden vigente. Es exactamente el terreno donde crecen Vox y Aliança Catalana.
Cuando PSOE y PP convierten cada decisión en un referéndum permanente sobre España, se crea un ecosistema en el que los matices desaparecen, las políticas complejas se perciben como traiciones y los discursos extremos parecen alternativas racionales.
La guerra PSOE-PP nació como una estrategia para frenar al adversario. Pero sus consecuencias más profundas van en otra dirección: están despejando el camino para fuerzas antisistema que, de llegar al poder, erosionarán las mismas instituciones que el bipartidismo dice defender.
Triple amenaza
El caso catalán no es aislado. Es un espejo. Aliança Catalana anticipa lo que podría ocurrir en otros territorios españoles: la combinación explosiva de desafección institucional, polarización mediática y discursos identitarios que ya no necesitan el independentismo como excusa.
Si Cataluña muestra hoy una mayor resistencia al colapso democrático que otras regiones europeas, es porque existe una mayoría progresista consolidada. Según el CEO, PSC, ERC y Comuns seguirían sumando mayoría absoluta. Pero esa mayoría es frágil: depende de una confianza intermitente, de acuerdos tensos y de una estabilidad que no está garantizada.
Mientras tanto, la extrema derecha avanza. No lo hace con un programa económico articulado, ni con una propuesta institucional clara, sino con un relato emocional que explota los miedos que la política tradicional ha abandonado.
España, atrapada en su propia guerra civil simbólica entre PSOE y PP, parece incapaz de ofrecer una alternativa sólida. Y Cataluña, que una vez fue símbolo de una ciudadanía movilizada y políticamente sofisticada, se encuentra hoy convertida en uno de los escenarios donde la radicalización puede encontrar su futuro.
Gran coalición, la única solución
En los análisis comparados sobre democracias polarizadas (desde Alemania en los años 2000 hasta Italia, Bélgica o Países Bajos) aparece un patrón recurrente: cuando los partidos tradicionales convierten la política en un juego de suma cero, los extremos crecen y el sistema se debilita. España se encuentra hoy en ese punto crítico. No porque sus instituciones estén formalmente amenazadas, sino porque la cultura política que las sostiene se ha erosionado a niveles peligrosos.
El país no sufre una crisis constitucional, sino una crisis de gobernabilidad: leyes frenadas, presupuestos inmovilizados, reformas urgentes aplazadas y una ciudadanía exhausta de una confrontación que no genera soluciones. En ese contexto, algunos analistas empiezan a plantear lo que hace diez años habría sido impensable: que la única salida para reencauzar la vida pública pasa por una gran coalición entre PSOE y PP.
La idea no es popular ni para los unos ni para los otros, pero es en esos momentos en los que el patriotismo, en los que el respeto por la ciudadanía, pasa de la boca a los hechos. Pero la historia demuestra que las grandes coaliciones tampoco nacen de la popularidad, sino de la necesidad.
España no es Alemania, pero la comparación es útil. En 2005, cuando la fragmentación política bloqueó el Bundestag, Angela Merkel y el SPD sellaron una gran coalición que duró tres legislaturas. Los socialdemócratas pagaron un precio electoral altísimo, pero Alemania logró estabilizar su economía, reformar su mercado laboral y resistir la crisis financiera sin caer en la parálisis institucional que asoló al sur de Europa.
La lección es clara: cuando la gobernabilidad se convierte en un bien escaso, la cooperación deja de ser una opción y pasa a ser una obligación.
En España, ese escenario está cada vez más cerca. El bloqueo político es permanente. Las mayorías dependen de pactos frágiles con socios que actúan fuera del eje izquierda-derecha y que, a menudo, condicionan decisiones de Estado a su propia agenda territorial o ideológica. El precio de mantener ese equilibrio es la incapacidad de actuar.
La gran coalición no resolvería todos los problemas. Pero frenaría la erosión democrática, impediría que los extremos impongan el marco del debate y estabilizaría el sistema en un momento en que la política española vive en una montaña rusa emocional.
A diferencia de Alemania, donde la cultura pactista está arraigada, España arrastra un trauma histórico con las coaliciones transversales. La transición dejó un legado de alternancia nítida que se rompió en 2015, pero que ninguno de los dos grandes partidos ha sido capaz de sustituir por una estrategia nueva. PSOE y PP siguen razonando como si España tuviera mayorías claras, cuando la realidad muestra un país fragmentado al nivel de Bélgica o Israel. En ese escenario, negarse a pactar es, en la práctica, elegir la inestabilidad.
Un acuerdo PSOE-PP podría desbloquear cuatro nudos cruciales. En primer lugar, la capacidad de aprobar presupuestos plurianuales que garanticen estabilidad en políticas de infraestructuras, educación y ciencia. Por otro lado, llevar adelante reformas institucionales que llevan paralizadas una década.
En otras palabras: permitiría hacer política real, con diferencias ideológicas, evidentemente, no solo supervivencia táctica.
El obstáculo principal es puramente ideológico y cuando la extrema derecha crece es el momento de ceder a través de consenso. Las diferencias entre PSOE y PP son importantes, pero comparadas con las brechas políticas de Italia, Francia o EE.UU., son manejables. El problema es cultural: ambos partidos han construido su identidad reciente sobre la premisa de que el otro es moralmente inaceptable.
Para que una gran coalición sea posible, PSOE y PP tendrían que desmontar ese marco narrativo. Reconocer que la legitimidad democrática no desaparece cuando el poder cambia de manos. Que la discrepancia no es guerra. Que pactar no es traicionar a su electorado, sino gobernar para un país que ya no responde al bipartidismo clásico.
Ese giro exige coraje político, algo escaso en tiempos de redes sociales y electorados volátiles.
En un contexto de polarización creciente, la gran coalición funcionaría también como un dique institucional. La extrema derecha prospera en la grieta entre PSOE y PP. Ese es su ecosistema natural. Un acuerdo transversal desactivaría ese incentivo.
No frenaría por completo la radicalización, pero reduciría su impacto en la gobernabilidad y devolvería la centralidad política a los partidos con vocación de Estado. Algo crucial para frenar la “italianización” del sistema español. Todo ello, siempre y cuando, la ciudadanía sienta una mejora de su calidad de vida, que se incrementa la prosperidad porque, de otro modo, la gran coalición se transformaría en Wako.
España ha llegado a un punto en el que los argumentos contra la gran coalición (“es imposible”, “nadie la quiere”, “sería un suicidio electoral”) empiezan a sonar menos convincentes que los argumentos a favor. No porque la coalición sea atractiva, sino porque la alternativa es clara: un sistema atrapado en la parálisis, en el desgaste mutuo y en un ascenso lento pero sostenido de fuerzas antisistema. O, como utiliza Pedro Sánchez, con un pacto en el que los ultras entren en el gobierno.
La gran coalición no es una alianza natural, sino un un pacto de emergencia. Pero las democracias se sostienen, ante todo, en actos de responsabilidad política. Y España está llegando al momento en que ese acto puede convertirse en la única vía para evitar un deterioro institucional irreversible. El problema, es que los líderes de los dos partidos han demostrado ser, con creces, un par de irresponsables.