España en alerta: la economía real abre a Vox las puertas de la Moncloa

Los datos de pobreza en España revelan que el optimismo hiperbólico del gobierno sobre la situación económica está ocultando una realidad que está llevando a la ciudadanía a buscar opciones radicales

06 de Noviembre de 2025
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España vive una singularidad inquietante. Mientras el crecimiento macroeconómico retoma algo de fuelle en los últimos años, el tejido social se deshilacha. Según el IX Informe Foessa sobre Exclusión y Desarrollo Social, elaborado por Cáritas Española, «4,3 millones de personas» sufren ya exclusión severa, un incremento del 52% respecto a 2007.

Este dato no es solo un llamamiento de alarma humanitario, es también el caldo de cultivo de una ola política que crece al amparo del resentimiento y la inseguridad. En ese terreno nace Vox, la formación de extrema derecha que ha sabido interpretar el malestar estructural como oportunidad política.

Exclusión sistémica

El informe de Cáritas identifica la vivienda y el empleo precario como los dos motores principales de la exclusión social. La vivienda ha dejado de ser refugio para convertirse en «una trampa de pobreza», afirma el estudio, en el que se subraya que «una de cada cuatro familias» se encuentra expulsada de una vida digna por el modelo inmobiliario vigente.

La falta de estabilidad laboral, los contratos temporales y los bajos salarios han transformado el empleo en un escudo debilitado frente a la pobreza. «Tener trabajo ya no garantiza no estar excluido», se lee en el informe, ya que muchas familias luchan porque en los primeros días de mes ya están sin recursos económicos.

Efectos sociales como la fragmentación de la clase media, el debilitamiento de la movilidad social, el colapso del “colchón” familiar crean un escenario de vulnerabilidad compartida. Es precisamente ese escenario el que abre la puerta a un discurso político de ruptura, de populismo de extrema derecha.

Vox ha sabido posicionarse como la voz del descontento. En encuestas recientes, su intención de voto progresa hacia el rango del 15–17%, lo que lo sitúa como la fuerza con crecimiento más rápido en el panorama español. Es más, según el sondeo de 40db para el Grupo Prisa, en intención directa de voto ya supera al Partido Popular.

Lo que es una demostración del fracaso de la política actual es el hecho de que entre los menores de 35 años y en sectores de clase media baja, el apoyo a Vox se dispara, rangos de edad que, a medida que la situación empeora, se hace más amplio. En otras palabras, los que sienten que el sistema les ha fallado están encontrando en Vox una respuesta.

El resentimiento social

La cuestión es cómo se conecta la exclusión con la radicalización política. El mecanismo no es automático, pero es claro: cuando la promesa de que “las cosas mejorarán” se desvanece, aparece una narrativa alternativa.

El informe de Foessa advierte que «la generación actual» vivirá peor que sus progenitores, una afirmación que rompe el contrato social básico del progreso. En ese momento, el político que ofrece una explicación (aunque sea falsa o que dé soluciones simples a problemas muy complejos) y un enemigo gana terreno. Vox propone precisamente eso: diagnóstico rápido y chivo expiatorio fácil (la inmigración, la élite establecida, la globalización).

Distintos estudios sociológicos y politológicos de distintas universidades coinciden en que el crecimiento de la extrema derecha en España está asociado con la frustración económica y con la percepción de que el sistema no representa a “las clases medias empobrecidas”. Por más que desde ciertos sectores de la izquierda busquen una explicación ideológica, la realidad es que Vox crece por una cuestión puramente económica y de prosperidad. La ultraderecha aprovecha el declive económico de los jóvenes varones como eje del discurso antifeminista y de alienación. El 17,2% de los varones menores de 25 años apoyaron un partido ultraderechista en las europeas de 2024, casi el doble que las mujeres». En España, el apoyo a Vox entre los jóvenes ha superado el 27% en algunas encuestas. Lo que hasta ahora parecía margen de protesta se está convirtiendo en opción de gobierno.

Reacción sin políticas estructurales

El aumento de la pobreza estructural y la polarización política constituyen una combinación volátil. Frente al mandato de inclusión y cohesión social, España parece moverse hacia una lógica de exclusión y fragmentación. El informe Foessa alerta de que «la fortaleza comunitaria se está debilitando» y que «la mochila familiar y el código postal pesan más que el esfuerzo individual». Esa es la base sobre la cual crece una fuerza que promete revertir el sistema… sin cambiar las causas que lo generaron.

Vox ofrece diagnóstico pero no estrategia de inversión social, es decir, el riesgo es que una reacción política derive en gobernanza de promesas superficiales, tal y como ocurrió con los movimientos de ultraizquierda surgidos tras la crisis de 2008. El desafío para España es doble: detener el aumento de la exclusión y desconectar el malestar social del populismo. Las propuestas de Foessa lo dicen con claridad: políticas audaces para vivienda, empleo digno, fiscalidad progresiva e integración efectiva. Sin ellas, el ciclo excluyente seguirá alimentando el ciclo reaccionario.

El salto de la extrema derecha en España no es pura casualidad ni resultado solo de la demografía política. Es el reflejo de un sistema que no ha cumplido con su contrato social. El riesgo es grande.

La izquierda, en babia

Ante esta situación, el gran fracaso de la izquierda española no ha sido su falta de compasión, sino su falta de diagnóstico. Ha entendido la desigualdad como un problema moral, pero no como una consecuencia económica de las políticas que ella misma ayudó a consolidar en el pasado. En lugar de analizar las raíces materiales del malestar, se ha refugiado en el terreno cómodo de la pedagogía ideológica, convencida de que la educación cívica puede sustituir al crecimiento inclusivo.

Durante la última década, la izquierda institucional (ya sea socialista o de nueva generación) ha mostrado una miopía estructural: interpreta el ascenso de la extrema derecha como una aberración cultural, un rebrote de machismo o de ignorancia democrática. Pero raramente admite que ese fenómeno florece sobre un suelo de precariedad que la socialdemocracia europea dejó sin cultivar.

El problema no es la falta de valores, sino la falta de certezas materiales. Mientras las rentas bajas se estancaban, los servicios públicos se deterioraban y la vivienda se convertía en un lujo, el discurso progresista giró hacia las identidades, el lenguaje inclusivo y las batallas culturales. Cuestiones legítimas, sí, pero insuficientes para quienes no llegan a fin de mes.

En el terreno simbólico, la izquierda ha ganado innumerables debates. En el terreno económico, ha perdido a su electorado histórico. Muchos de los obreros que un día votaron socialista hoy se sienten huérfanos políticos. No se identifican con un discurso urbano que celebra la diversidad mientras ignora los alquileres imposibles y los sueldos de subsistencia. La fractura ya no es entre derecha e izquierda, sino entre los que pueden vivir de su trabajo y los que solo sobreviven.

El contraste es visible en toda Europa. En Francia, los antiguos feudos socialistas del norte votan hoy a Marine Le Pen. En Italia, los cinturones industriales que sostenían a la izquierda obrera son ahora bastiones de Giorgia Meloni. En España, el patrón se repite: las provincias, las ciudades o los barrios que concentran más pobreza, envejecimiento y empleo precario son las que registran los mayores avances de Vox.

La izquierda, sin embargo, sigue reaccionando como si se tratara de un fallo moral de los votantes. Prefiere pensar que la extrema derecha prospera por desinformación o por manipulación mediática antes que admitir que millones de ciudadanos han dejado de creer en su capacidad de mejorar sus vidas. Esa negación tiene un coste: refuerza la narrativa del agravio, la idea de que las élites progresistas desprecian los problemas reales del ciudadano que se levanta a las 6 de la mañana.

El diagnóstico ausente se traduce también en política pública. La izquierda gestiona el Estado del bienestar como si fuese una reliquia administrativa, no una herramienta de redistribución activa. Mientras defiende la “igualdad de oportunidades”, evita tocar los cimientos que perpetúan la desigualdad: el sistema fiscal regresivo, el mercado inmobiliario especulativo y el modelo laboral hiperflexible.

La consecuencia es un progresismo que moraliza lo que debería politizar. Se indigna con razón ante el racismo o la misoginia, pero olvida que la inseguridad económica también degrada la convivencia. Un trabajador que teme perder su casa o su empleo es más vulnerable al discurso del miedo que a cualquier apelación ética. Vox lo sabe y convierte el descontento en identidad, el miedo en bandera.

El resultado es un desplazamiento del eje político. La izquierda habla de dignidad, pero la derecha se apropia de la seguridad. En un contexto de incertidumbre, la seguridad, aunque sea ilusoria, resulta más convincente. El votante que antes pedía redistribución, hoy pide control.

El desafío para la izquierda no es recuperar la retórica de la empatía, sino reaprender la gramática del bienestar: generar empleo estable, vivienda asequible, impuestos progresivos, industria nacional. En otras palabras, volver a ofrecer certezas materiales en lugar de superioridad moral.

Hasta que no lo haga, seguirá interpretando el auge de Vox como un error de percepción de las masas, no como un síntoma de su propio vacío político. Pero el electorado no necesita lecciones sino respuestas reales que el ciudadano perciba en una mejora de su bienestar. Y en esa diferencia entre moral y materia, entre empatía y eficacia, se está jugando el futuro del progresismo español e, incluso, de la propia democracia.

El gobierno aún está a tiempo de reaccionar con reformas estructurales que la ciudadanía lo perciba en un incremento de su bienestar, entonces el crecimiento de Vox se convertirá en un síntoma que se invierte. Si no, la reacción se normalizará y la fragmentación social derivará en gobernabilidad.

La pobreza, como el informe de Foessa deja claro, no es solo cuestión de ingresos: es cuestión de dignidad, de ciudadanía y de futuro. Y cuando la ciudadanía siente que ha sido dejada al margen, la política no se queda muda: grita. La pregunta es si España escuchará lo que está gritando o responderá sólo con consignas.

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