Ayuso y la peligrosa normalización trasatlántica de la extrema derecha

Cuando Ayuso afirma que “Madrid no se deja tutelar”, resuena el mismo marco conceptual que en el “drain the swamp” de Trump o en la “democracia iliberal” reivindicada por Orbán

18 de Diciembre de 2025
Actualizado a las 12:00h
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Ayuso normalización extrema derecha

En los últimos años, el discurso político de Isabel Díaz Ayuso ha dejado de ser un fenómeno estrictamente madrileño para convertirse en algo más ambicioso: una pieza reconocible dentro del ecosistema transatlántico de la nueva derecha radical. No se trata de una copia mecánica ni de una subordinación ideológica explícita, sino de una convergencia profunda de marcos conceptuales, lenguajes y prioridades políticas que la aproximan, cada vez con menos matices, a las estrategias discursivas empleadas por Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría o Giorgia Meloni en Italia.

La coincidencia no está tanto en las propuestas concretas como en la forma de entender el poder, el conflicto político y el papel de las instituciones. Ayuso, como Trump, Orbán o Meloni, articula su discurso alrededor de una idea central: la política ya no es una gestión de intereses diversos, sino una batalla existencial entre libertad y opresión, entre un “pueblo” dinámico y unas élites que lo constriñen.

En este marco, el Estado deja de ser un árbitro imperfecto para convertirse en un enemigo activo. Trump hablaba de un Estado Profundo decidido a sabotear su presidencia; Orbán ha denunciado durante años a una “burocracia liberal” europea que conspira contra la soberanía húngara; Meloni construyó su ascenso denunciando un sistema político capturado por tecnócratas y jueces. Ayuso, en un registro aparentemente más institucional, presenta al Gobierno central, a los organismos reguladores y a buena parte del aparato administrativo como fuerzas que ahogan la libertad de los ciudadanos, especialmente cuando actúan sobre fiscalidad, sanidad, educación o regulación económica.

La similitud no es retórica, sino estructural. Cuando Ayuso afirma que “Madrid no se deja tutelar”, resuena el mismo marco conceptual que en el “drain the swamp” de Trump o en la “democracia iliberal” reivindicada por Orbán: la idea de que las instituciones intermedias no protegen la democracia, sino que la distorsionan. El poder, en esta visión, solo es legítimo cuando emana directamente del liderazgo político y de una mayoría interpretada como homogénea.

Otro punto de convergencia es la transformación de la libertad en un concepto exclusivamente negativo. En el discurso ayusista, la libertad se define por lo que el Estado no hace: no subir impuestos, no regular, no intervenir. Es la misma concepción que Trump defendía cuando presentaba cualquier regulación ambiental, sanitaria o financiera como una agresión a la iniciativa individual, o que Meloni adopta cuando identifica la libertad económica con la esencia misma de la identidad nacional.

Esta definición de libertad, profundamente influida por el libertarismo estadounidense, prescinde deliberadamente de su dimensión social. No hay referencia equivalente a la igualdad de oportunidades, a la cohesión territorial o a los desequilibrios estructurales. Como en el discurso de la derecha radical internacional, la libertad se convierte en un privilegio narrado como derecho universal, una paradoja que se repite de Washington a Budapest y, ahora, a Madrid.

La comparación se vuelve aún más evidente en el terreno de la polarización cultural. Trump construyó su hegemonía enfrentando al “americano real” con universidades, medios de comunicación y élites culturales. Orbán ha hecho lo propio al señalar a intelectuales, ONG y prensa independiente como agentes extranjeros. Meloni ha identificado a la “izquierda cultural” como una amenaza a la identidad italiana. Ayuso, en un tono menos estridente pero igualmente eficaz, ha convertido a ciertos sectores profesionales (sanitarios críticos, docentes, periodistas) en sospechosos habituales, insinuando que sus objeciones no responden a criterios técnicos, sino ideológicos.

Este desplazamiento tiene consecuencias profundas. Cuando la crítica se presenta como militancia encubierta, y la discrepancia como sabotaje, se rompe uno de los pilares de la democracia liberal: la legitimidad del desacuerdo. No es casual que este patrón sea común a todas las derechas radicales contemporáneas: la crítica no se refuta, se desautoriza.

También en el terreno identitario el paralelismo es claro. Ayuso ha hecho de la defensa de una cultura “sin complejos” una bandera política. La reivindicación del español, la exaltación de una educación “clásica” o la denuncia de la corrección política funcionan como equivalentes funcionales del discurso trumpista contra el wokeismo o del relato de Meloni sobre la defensa de las raíces judeocristianas de Europa. No se trata de políticas de exclusión explícita, sino de una jerarquización simbólica que define qué valores son normales y cuáles son sospechosos.

Orbán ha ido más lejos, institucionalizando esta jerarquía mediante leyes. Ayuso, de momento, no ha cruzado ese umbral, pero su discurso contribuye a normalizar el marco que lo hace posible: la idea de que la diversidad cultural y política es un problema a gestionar, no una realidad a integrar.

Quizá el punto más inquietante del paralelismo internacional sea la relación con los contrapesos institucionales. Trump desacreditó sistemáticamente a los tribunales, a los reguladores y a la prensa. Orbán ha reformado el sistema judicial y capturado medios. Meloni mantiene una relación tensa con magistratura y prensa crítica. Ayuso, sin cuestionar formalmente la legalidad, ha introducido una narrativa en la que los organismos independientes aparecen como obstáculos politizados cuando no avalan su gestión.

Esta erosión discursiva no destruye instituciones, pero las deslegitima progresivamente, un método más eficaz y menos costoso políticamente. La experiencia internacional demuestra que, una vez instalada esta desconfianza, resulta sencillo justificar reformas que debilitan la separación de poderes en nombre de la eficiencia o de la voluntad popular.

En este contexto, Madrid emerge como un caso de estudio dentro de una tendencia global. Ayuso no es una anomalía ni una excepción ibérica, sino una dirigente que ha sabido adaptar al contexto español los códigos de la extrema derecha transatlántica, combinando liberalismo económico extremo, confrontación cultural y liderazgo personalista.

La gran diferencia con Trump, Orbán o Meloni no es ideológica, sino institucional. España sigue contando con contrapesos más sólidos y con una cultura política menos proclive al cesarismo. Pero la pregunta relevante no es dónde está hoy el sistema, sino qué discursos contribuyen a moverlo mañana.

Porque la historia reciente sugiere que las democracias no colapsan de golpe. Se erosionan lentamente, a través de narrativas que convierten al adversario en enemigo, a la crítica en traición y al Estado en amenaza. En ese proceso, Madrid ya no mira solo a Bruselas o a La Moncloa, sino también a Washington, Budapest y Roma.

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