Las últimas declaraciones de Santiago Abascal contra Pedro Sánchez marcan un nuevo punto de inflexión en la estrategia comunicativa de la extrema derecha española. En lugar de la crítica política, Vox opta por un lenguaje que deslegitima al adversario, socava las instituciones y desfigura el debate democrático.
Una escalada verbal que desborda los límites constitucionales
Los insultos lanzados por Santiago Abascal al presidente del Gobierno no son un exabrupto aislado, sino la continuación de una táctica sistemática de deslegitimación. En su mensaje en redes sociales, el líder de Vox ha acusado a Pedro Sánchez de "indultar el terrorismo", de "meterlo en el Gobierno" y de "utilizar sicarios callejeros". Más allá del tono, la afirmación representa un salto cualitativo en el discurso político en España: se está acusando al jefe del Ejecutivo de delitos sin base jurídica alguna y pidiendo su encarcelamiento como horizonte deseable.
Este tipo de mensajes no apelan al electorado crítico ni al debate parlamentario, sino a una narrativa de enfrentamiento total, donde el adversario se convierte en enemigo y donde el Estado de derecho deja de ser el marco compartido. En lugar de cuestionar decisiones políticas —algo legítimo—, Abascal opta por erosionar los fundamentos mismos del sistema democrático, cuestionando la legitimidad de las urnas, la independencia del poder judicial y la soberanía parlamentaria.
Su referencia directa al terrorismo es especialmente grave. En un país como España, que ha vivido durante décadas la violencia de ETA, banalizar el concepto de terrorismo para atacar adversarios políticos es una irresponsabilidad mayúscula. Ni EH Bildu forma parte del Gobierno, ni hay vínculo alguno entre la actual política antiterrorista del Estado y lo que Abascal describe con acusaciones que rozan lo delictivo. No hay ningún precedente en democracia de que un líder parlamentario haya pedido públicamente la cárcel para un presidente sin un proceso judicial de por medio.
Del ruido retórico al deterioro institucional
La gravedad de estas afirmaciones no radica solo en el tono, sino en sus consecuencias. Normalizar el señalamiento personal y la criminalización del adversario tiene efectos corrosivos sobre el conjunto del sistema político. Este tipo de discurso no solo desinforma, sino que debilita los mecanismos de fiscalización, promueve el descrédito institucional y refuerza a quienes desprecian las reglas del juego democrático.
Además, Abascal no se limita a atacar al presidente: extiende su retórica al conjunto del sistema. Acusa al Gobierno de "combatir el narcotráfico llevándole maletas a Maduro", sin prueba alguna. Vincula la inmigración con "mafias de tráfico de personas" y afirma que el Ejecutivo colabora con ellas. Incluso dirige ataques personales a familiares del presidente, que en ningún caso forman parte de la estructura gubernamental.
Se trata, en definitiva, de una construcción discursiva destinada a alimentar una idea de Estado fallido, donde el poder está supuestamente tomado por delincuentes, y donde la única salida sería una ruptura total con el orden constitucional. Ese marco encaja con los postulados de la extrema derecha global, que en distintos países ha utilizado los mismos códigos: la conspiración, la hipérbole y la agitación como forma de política.
En este contexto, la respuesta institucional debe ser firme. La libertad de expresión no ampara la desinformación ni el señalamiento con fines intimidatorios. La crispación política no puede convertirse en el pretexto para vulnerar los principios básicos de respeto entre representantes públicos. No se trata de blindar a nadie frente a la crítica, sino de preservar el mínimo común democrático sobre el que descansa la convivencia política.