El juicio contra Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, está sirviendo para confirmar algo que ya sabíamos: el progresivo y alarmante deterioro de la Justicia española. El cáncer de la politización y el lawfare ha llegado tan lejos que ya resulta imposible pararlo. Sería necesario demoler el edificio levantado con la Constitución del 78 y volver a construirlo todo de nuevo. Y ni aún así podríamos estar seguros de que una Justicia imparcial e independiente, limpia de injerencias políticas, quedaría a salvo de montajes como el emprendido contra el máximo responsable del Ministerio Público.
Tras varias sesiones de juicio en el Tribunal Supremo, una cosa ha quedado meridianamente clara: no hay una sola prueba que incrimine al fiscal general del Estado en el delito de revelación de secretos por haber difundido datos confidenciales sobre el expediente delictivo de Alberto González Amador, el tristemente célebre novio de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Todos los periodistas que han prestado declaración han exculpado a García Ortiz de la famosa filtración sobre el correo electrónico en el que el abogado de Amador proponía un acuerdo de conformidad a la Fiscalía para rebajar la pena por delitos tributarios contra su defendido. Esa es la auténtica verdad jurídica que queda de todo este monumental y kafkiano embrollo. Esa y el hecho de que fue Miguel Ángel Rodríguez, asesor de Ayuso, quien montó el denigrante circo mediático para confundir a la opinión pública y proteger así a su jefa. Fue él, y nadie más que él, quien difundió el tremendo bulo de que el fiscal del caso había ofrecido el pacto, algo que no sucedió jamás sencillamente porque era mentira. Así lo ha reconocido el propio MAR en su declaración como testigo ante los magistrados del Supremo. “Mentir no es ilegal”, dijo el Rasputín ayusista con la soberbia de quien ya peina canas. La frase, un escandaloso elogio de la mentira, quedará para la historia como símbolo de los tiempos de posverdad, distopía y mundo al revés que estamos viviendo. La información se ha convertido en propaganda, la absoluta falta de principios éticos y morales en todos los ámbitos de la sociedad adquiere tintes de pandemia y retornan con fuerza los oscuros poderes fácticos de antaño que pretenden liquidar la democracia. Orwell tenía razón.
MAR ha quedado como lo que es: como un montajista barato, como un traficante de la mentira, como un mercenario del bulo que alquila su maquiavélico cerebro (con sus ideas retorcidas y enfermizas) al mejor postor. En un país normal, en ese mismo instante en que él hacía su alegato de la trola ante el tribunal, el juicio contra el fiscal general tendría que haberse dado por finalizado con el reo absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Primero porque el objetivo de todo juicio es (o debería ser al menos) llegar al fondo de la verdad de cada asunto y la verdad había quedado al descubierto en toda su crudeza después de que la máscara de fullero se le hubiese caído al impostor de la Comunidad de Madrid. Y en segundo lugar, y mucho más importante, porque en ningún momento a lo largo de la vista oral ha podido acreditarse la existencia de delito alguno. Vivimos en un Estado de derecho (o eso creemos) donde prevalece la presunción de inocencia y donde compete a las acusaciones públicas y populares la carga de probar la culpabilidad del procesado. No es el ajusticiado quien tiene que demostrar su inocencia, por mucho que a lo largo de este juicio se haya querido transmitir esa idea.
En uno de sus programas de la COPE, el gurú de la derechona Carlos Herrera se rasgaba las vestiduras por el hecho de que la Fiscalía, en lugar de acusar a García Ortiz, haya pedido su absolución como si se tratara de un abogado defensor. Obvia el señor Herrera, con toda la mala intención del mundo, que cada día se celebran en este país decenas de juicios donde el fiscal termina desistiendo de su acusación, o pidiendo un veredicto de inocencia, simplemente porque no logra reunir suficientes indicios racionales de criminalidad contra el acusado. Pero qué más da eso. El locutor suelta su patraña mañanera en la emisora de los obispos y el resultado es una legión de oyentes desinformados y profanos en Derecho que terminan creyendo a pies juntillas, y sin la más mínima duda, que García Ortiz es el mismísimo demonio con rabo y cuernos. De eso se trata en el degradado nuevo periodismo español del que hablaremos otro día: tú intoxica, que la mentira corre más que la verdad; tú difama, que algo queda.
A Von Bismark se le atribuye aquella memorable frase de que “nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”. Al fiscal general del Estado se le ha utilizado como la presa perfecta de una cruenta montería que es, salvando las distancias, como uno de aquellos safaris humanos para ricos organizados por los francotiradores de Sarajevo durante la sangrienta guerra de Bosnia. El gran Gervasio Sánchez, nuestro mejor fotoperiodista, sabe mucho de aquel horror que vivió en primera persona y que hoy, después de tanto tiempo, investiga otra Fiscalía, en este caso la de Milán.
Ayer, García Ortiz volvió a declararse inocente, pero no le servirá de nada porque su suerte está más que echada desde el principio. Se pensó en él como chivo expiatorio sanchista y ha de terminar en la hoguera como un brujo más. No lo salva ni así se abran los cielos y baje el mismísmo Dios para rescatarlo del linchamiento. El sector duro y conservador de la judicatura se ha empeñado en convertir esta truculenta historia propia de un relato de Kafka en un ariete más para derrocar a Pedro Sánchez. Están obsesionados con el “quien pueda hacer que haga” (por orden de Aznar) y no pararán hasta cargarse el Gobierno llevándose por delante la vida de muchos condenados a la muerte civil. Ya se sabe que, en toda guerra, y esta pesadilla que vivimos empieza a serlo, la primera víctima es siempre la verdad.