El PP madrileño convierte el registro de objetores en símbolo de su pulso al Gobierno

La presidenta de la Comunidad de Madrid se niega a implementar el registro de objetores de conciencia frente al aborto, pese a una ley estatal vigente

18 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 12:56h
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El vicesecretario de Hacienda, Vivienda e Infraestructuras del PP, Juan Bravo. | Foto: PP
El vicesecretario de Hacienda, Vivienda e Infraestructuras del PP, Juan Bravo. | Foto: PP

Su decisión no es solo un gesto de rebeldía autonómica, sino un síntoma claro de que la derecha española acomete una estrategia de retención del poder simbólico al margen de la legalidad. En esa resistencia se juega mucho más que una norma sanitaria: se juega el acceso a derechos para las mujeres.

Un desafío estructural al derecho

La normativa aprobada obliga a todas las comunidades autónomas a crear un registro que permita garantizar que la objeción de conciencia no se convierta en un obstáculo para el acceso al aborto en la sanidad pública. La Comunidad de Madrid, sin embargo, ha decidido esperar a que un tribunal dirima su obligación antes de actuar. Esa espera deliberada revela una lectura muy concreta: la ley es asumible solo si no altera el relato político que la derecha pretende mantener.
La presidenta madrileña ha cuestionado públicamente el valor del registro, calificándolo de “lista negra” y vinculándolo al “secuestro” de profesionales sanitarios. Su lenguaje no alude a la aplicación de los hechos, sino al conflicto identitario: un territorio donde el cumplimiento se interpreta como rendición ideológica. Ese planteamiento pone en riesgo un principio básico: que las administraciones públicas garanticen, no obstaculicen, derechos reconocidos.

El verdadero problema no es el registro; es la voluntad de usar su incumplimiento como instrumento de movilización política. Al no acatar la ley, la Comunidad de Madrid está enviando un mensaje de que ciertas obligaciones solo se aceptan cuando convienen. Esa lógica erosiona la institución misma de la ley, lo que resulta particularmente preocupante cuando afecta decisiones tan fundamentales como las de autonomía corporal.

La derecha atrapada entre símbolo y urgencia

El giro madrileño no es un error aislado, sino la expresión de una corriente que atraviesa el paro del PP y amplificado por la ultraderecha: la idea de que los derechos adquiridos pueden ser contingentes según el poder regional. En ese escenario, la resistencia al registro se convierte en una herramienta para proyectar un relato de conflicto permanente entre “ley estatal” y “voluntad popular”. La presidenta madrileña acusa al Gobierno central de instaurar “guerracivilismo” y pretende convertir la resistencia legal en símbolo de identidad política. Al mismo tiempo, la dirección nacional del PP se ve obligada a respaldar esa desobediencia, lo que confirma dos cosas: que el partido está dividido y que opta por favorecer el culto al conflicto en lugar del consenso.

Esa estrategia tiene un coste social: cuando el derecho a decidir se somete al tacticismo partidista, las mujeres quedan atrapadas en una batalla que trasciende ellas. El registro no es solo un trámite administrativo: es un mecanismo para garantizar el acceso sin discriminaciones, para que la objeción se regule y no se convierta en excusa para negar asistencia. Su suspensión voluntaria por parte de una comunidad autónoma es un retroceso para la institucionalidad de los derechos.

Este pulso no es solo madrileño; es la ilustración de una batalla mayor sobre qué significa cumplir la ley, quién la define y cómo se distribuyen los derechos. En ese sentido, la negativa a crear el registro de objetores es menos un debate técnico y más un marcador de modelo: un modelo que prioriza la conflictividad y restringe la universalidad frente a aquel que asume que los derechos no son moneda de cambio en campañas electorales.

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