El ultra José Antonio Kast, un nostálgico de los tiempos de Pinochet, ha ganado las elecciones en Chile. No han pasado ni dos generaciones y millones de chilenos parecen haberse olvidado ya de lo que fue aquel macabro régimen de sangre y terror. Vuelve el pinochetismo.
Todos los países del mundo están sufriendo el mismo fenómeno de auge de la memoria fascista como reacción negativa y visceral a la recuperación de la memoria democrática. En España, Vox reaviva la llama del franquismo que parecía vencido para siempre (uno de cada cuatro jóvenes cree que el general fue un gran hombre que hizo mucho por su pueblo); en Francia, Marine Le Pen desentierra el legado del régimen colaboracionista de Vichy; en Italia gobierna una ferviente admiradora de Mussolini; y en Alemania, Alternativa está recuperando la fuerza del nazismo. Por no hablar de la Argentina de Milei (un tipo que hace apología de la sangrienta dictadura de Videla), de El Salvador de Bukele o del Ecuador de Noboa. Dentro de poco será imposible encontrar un país que no esté gobernado por un repeinado hombre de negocios, ultra y reaccionario, como delegado del trumpismo internacional de nuevo cuño.
Lo que ha pasado en Chile en las últimas horas es especialmente grave, triste y descorazonador. Un nostálgico de los crímenes de Pinochet en el poder va mucho más allá de la motosierra del loco Milei y del intento de las élites financieras corruptas por acabar con el Estado de bienestar bajo el eslogan de “orden y autoridad”. Se trata de la normalización de la barbarie y de hechos del pasado como la Operación Cóndor, los “vuelos de la muerte” (disidentes políticos arrojados al mar desde aviones militares), de los campos de fútbol como centros de tortura y exterminio, en fin, del cínico y aberrante blanqueamiento del crimen de Estado y del borrado de la memoria colectiva. La dictadura chilena dejó miles de desaparecidos (a día de hoy, sigue sin conocerse la cifra total), 3.200 opositores asesinados y más 40.000 víctimas, incluyendo presos políticos, torturados y exiliados. Un verdadero genocidio por motivos políticos al más puro estilo del macabro manual fascista.
Los jóvenes de hoy que buscan soluciones fáciles en el autoritarismo tendrían que ver Missing, la magnífica película de Costa-Gavras sobre un joven e idealista reportero norteamericano secuestrado por los militares pinochetistas para entender lo que fue aquella pesadilla. La angustia de la mujer del desaparecido (magníficamente encarnada por Sissy Spacek) y la odisea del padre que busca al hijo día y noche (magistralmente interpretado por un prodigioso Jack Lemmon) nos introducen de lleno en las entrañas del monstruo fascista contemporáneo. Las sórdidas celdas atestadas de represaliados, los centros clandestinos de detención, la burocracia sin derechos ni libertades al servicio del totalitarismo y, por encima de todo, la complicidad de la CIA en el golpe del 11 de septiembre de 1973 y en la posterior instauración de la Junta Militar comandada por Pinochet. “Mi hijo creía en su país. Yo también. Pero ahora veo que estaba equivocado”, se lamenta el padre impotente al abrir los ojos llorosos y comprobar con estupor que Washington no estaba con sus ciudadanos, sino con los nazis pinochetistas. Nixon se fue de este mundo sin haber pagado por aquella infamia. Y no solo eso, su siniestro legado fue recogido por el ultraconservador Tea Party, las sectas ultrarreligiosas, los halcones del Pentágono y las grandes dinastías de Wall Street para llevar al último aprendiz de hitlerito a la Casa Blanca: el maléfico y depravado Donald Trump. De aquellos polvos estos lodos.
Toda esa historia de sangre y maldad ha sido indultada este fin de semana por los votantes chilenos, que se han lavado las manos para darle la vara de mando a Kasta. Es una auténtica tragedia para los demócratas. Una más en un mundo ya sin principios ni valores humanistas inmerso en una delirante distopía, en un kafkiano retorno al pasado, en un enloquecido suicidio colectivo. La vuelta de los viejos fascismos es el problema más grave al que se enfrenta la humanidad, por encima incluso del desafío del cambio climático, que pasa a un segundo plano en esta cruenta ofensiva de los totalitarismos. Sin libertad, con regímenes de terror implantados en todo el planeta, poco importará ya el calentamiento global con sus danas torrenciales, huracanes, incendios y desertización. La especie humana tendrá que enfrascarse de nuevo, como ya ocurrió en el pasado, en la lucha contra las tiranías mundiales.
Lo que nos estamos jugando es una batalla para salvar la democracia, los derechos humanos, la libertad. Ya está usted exagerando, señor Antequera, ya está usted con sus cuentos de viejo marxista trasnochado, nos afearán los escépticos y equidistantes. Llevamos años avisando lo que iba a pasar y está ocurriendo ante nuestros ojos. Esto es un golpe de Estado lento pero de proporciones planetarias diseñado en algún despacho de oro con la connivencia de millones de personas abducidas, manipuladas, engañadas por los nuevos embaucadores posmodernos. En Siete días de mayo, la obra maestra de John Frankenheimer más viva que nunca y de visionado obligatorio en todas las escuelas, se nos presenta a un íntegro presidente de Estados Unidos acorralado por la conjura de una camarilla de militares fanatizados por la Guerra Fría y el odio a la URSS al mando de un general iluminado y salvapatrias (papelón de Burt Lancaster). El director neoyorquino, ya en los años sesenta, supo ver el peligro que para la primera democracia del mundo suponía el reaccionarismo enquistado hasta el tuétano en la sociedad yanqui. Hoy comprobamos que se quedó corto el maestro en su atinada anticipación, ya que en el mundo de hoy los golpes de Estado no se dan desde los cuarteles y los tanques, sino en las propias urnas.