Pedro Sánchez confía en que la sentencia “injusta” contra el fiscal general del Estado termine movilizando a la izquierda desmoralizada, desafecta, desnortada. La resolución del Tribunal Supremo era justo lo que el presidente del Gobierno necesitaba en medio del vendaval por los casos Koldo, Begoña Gómez y el que afecta a su hermano. Con la UCO investigándole hasta las compras del Corte Inglés a la mujer de Santos Cerdán y con la Fiscalía pidiéndole la perpetua al exministro Ábalos (que ya reconoce en público su miedo a entrar en prisión), nada mejor que denunciar una conjura del Supremo y de los poderes fácticos para destruir la democracia. Solo el tiempo dirá si le sale bien la jugada.
El casi siempre atinado analista José Enrique Monrosi cree que el escándalo Cerdán es “un boquete en la línea de flotación del Gobierno”. Es decir, que el barco está seriamente tocado con una vía de agua letal que ha hecho saltar la luz roja de alarma. El buque zozobra y es preciso tomar medidas urgentes para reflotarlo, en eso piensa Sánchez, obsesivamente y día y noche. En esa encrucijada, solo un rearme ideológico podrá evitar el naufragio del socialismo español. De ahí que en Moncloa hayan pasado ya al plan B que gira en torno a la idea de que nos encontramos en medio de un golpe blando, golpe de togas o guerra sucia judicial (lawfare). Ese es, probablemente, el último flotador que le queda ya al líder socialista. Es cierto que los números de la macroeconomía van bien, pero con las cifras del PIB no come una familia española de clase media o baja. Los salarios siguen siendo escasos (el precariado está muy lejos de ser erradicado), los precios suben como la espuma y la vivienda es una quimera con la que muy pocos jóvenes pueden soñar en la España de hoy.
En ese contexto (casos de corrupción y malestar popular por la mala marcha de la economía doméstica), a Sánchez solo le queda tratar de movilizar al electorado progresista al viejo grito de “que viene el lobo”. O sea, agitar el espantajo del fascismo. En otra situación tendríamos que decirle al señor presidente que a otro perro con ese hueso, que el cuento ya no cuela, que no nos vale el truco de agitar el fantasma de Franco cada vez que el PSOE se encuentra en apuros. Sin embargo, hay razones de peso para concluir que el panorama es bastante parecido a como lo pinta el premier. La amenaza ultra es real. Lo que se vivió en este país la pasada semana con la sentencia del fiscal general del Estado dio que pensar al ciudadano de bien. Y produjo miedo, mucho miedo. Que un grupo de magistrados del Supremo se haya echado al monte hasta condenar sin pruebas concluyentes a un funcionario público del más alto rango del Estado es algo que no se había vivido en cincuenta años de democracia. Fue un antes y un después, un Rubicón que los Marchena, Martínez Arrieta y otros decidieron cruzar a sabiendas de que el fallo iba a causar escándalo y polémica, revuelo y estupor, en la opinión pública española. Sabían que la sentencia basada en indicios indirectos estaba cogida por los pelos, que ningún tribunal europeo la admitirá y que es pura dinamita para hacer saltar por los aires los pilares básicos del Estado de derecho. Aún así, cumplieron fielmemte con la orden de Aznar: el tristemente famoso “el que pueda hacer que haga” para consumar el golpe.
Desde que se filtró la noticia del veredicto de culpabilidad (y no deja de resultar irónico que un tribunal que juzga a un reo por revelación de datos termine revelando un documento tan secreto y confidencial como una sentencia), la izquierda española está en estado de tensión y movilización permanente. Ha calado la idea de la conspiración contra la democracia, alimentada por los diferentes líderes de la coalición. Yolanda Díaz califica la sentencia del Supremo como “política” y “dirigida contra el Gobierno”, al tiempo que reclama la movilización pacífica de la ciudadanía en defensa de la democracia; Gabriel Rufián sugiere que, hoy por hoy, los golpes de Estado se dan “en sede judicial”; Podemos insiste en la tesis del golpismo (exigiendo una profunda reforma del Consejo General del Poder Judicial para evitar que el PP controle la sala segunda del Supremo “desde detrás”, como dijo aquel); e Izquierda Unida alerta ante el “secuestro” de las instituciones por parte de la derecha. Todo ello mientras al juez Garzón (una víctima más de la caza de brujas contra el rojo) no le queda otra que confesar, desde lo más hondo de su ser, que ya no cree en la Justicia española. Espeluznante.
La nueva estrategia de confrontación de Moncloa está en marcha, y así será de aquí a las próximas elecciones, ya se celebren en 2027 o con carácter anticipado. El presidente se ha puesto el traje de activista antifa que tan buenos resultados le ha dado a Mamdani, el recién elegido alcalde demócrata de Nueva York que ha sido capaz de romper la hegemonía trumpista. Mientras Vito Quiles remueve lo peor de la juventud en las universidades; mientras la Falange toma las calles de Madrid con la autorización oficial del juez nostálgico de turno; mientras Vox amenaza con el sorpasso al PP y Aliança, el partido indepe y racista, ya le ha dado la puntilla a Junts, según las últimas encuestas del CIS catalán, a la izquierda de este país solo le queda afrontar el desafío histórico desde la unidad y la confianza en los valores de los derechos humanos. Sánchez, que puede ser lo que se quiera, pero no es tonto, ha sabido leer el momento trascendental que vivimos, y ya trabaja para construir un nuevo Frente Popular dispuesto a presentar la batalla final. ¿Puede darle resultado ese último órdago para frenar a la extrema derecha? Es posible, la plaga nazi se extiende imparable y por doquier, España huele a fascismo por los cuatro costados y dulces niñitas con ricitos de oro levantan el brazo al grito de heil Hitler. Sin embargo, la arenga del presidente a defender el Estado de derecho y la libertad frente a la amenaza totalitaria fascista todavía está muy verde. Primero porque está por ver que él sea el candidato ideal para dirigir el rearme moral (por momentos da la sensación de ser un líder cansado, amortizado, algo quemado) y en segundo lugar porque si de lo que se trata aquí es de votar PSOE con una pinza en la nariz, a costa de destruir la esperanza de una izquierda real, el plan puede quedar en un intento tan estéril como frustrante.