Televisión Española ha rescatado a Iñaki Gabilondo de la plácida jubilación para darle un programa. El periodista vasco presentará La gran aventura de la lengua española, “un recorrido divulgativo” único por nuestro idioma con apoyo del Instituto Cervantes y la Real Academia Española. De esta manera, el maestro de periodistas de 83 años regresa a la que fue su casa en los años ochenta. Solo faltaba el bueno de Iñaki para tocarle las narices, un poco más, al espectador ultra cabreado. Bien por los directivos de Telepedro.
Abascal está que trina porque el ente público se está llenando de rojos –Pepa Bueno, Silvia Intxaurrondo, Javier Ruiz y Jesús Cintora, más el humorista Andreu Buenafuente, que es el que más los encabrona por ingenioso y catalán–, y ya ha repartido consignas y eslóganes entre sus nostálgicos escuadristas para que griten eso de “prensa española manipuladora” en los aquelarres a las puertas de Ferraz. Se pudo comprobar el pasado fin de semana, cuando un grupo de exaltados franquistas acorraló, cobardemente, a una joven reportera de TVE que no hacía otra cosa que ganarse el pan con su trabajo. La periodista aguantó con entereza y profesionalidad la embestida de los miserables que la increparon y acosaron sin piedad. Así se comportan los carroñeros, se esconden tras la masa, atacan en manada, como hienas hambrientas, porque no tienen valor para hacerlo uno a uno.
Es una gran noticia que el catedrático Gabilondo, el socrático Gabilondo que ha hecho historia del periodismo español con tantas horas de brillante radio y televisión, regrese a la pequeña pantalla, y mucho más con un programa instructivo que tanta falta nos hacía. Buena culpa del auge del nuevo fascismo posmoderno lo tiene el abandono que los diferentes gobiernos de la derecha de este país han hecho de la escuela pública y la cultura. Prueba de ello es que nuestras jóvenes generaciones desnortadas ya confunden la democracia con la dictadura, la verdad con el bulo y la velocidad con el tocino, dejándose llevar por las mamarrachadas tóxicas de Ayuso y sin saber muy bien qué es una cosa y qué es la otra. Nos hacen falta letras, libros, diccionarios para volver a aprender lo que se nos ha olvidado o nunca alcanzamos a comprender.
El mundo de ayer no es el que conoció el maestro Gabilondo. España ha cambiado como de la noche a la mañana desde aquel histórico concierto de la Pantoja del que ahora se cumplen cuarenta años y en el que la novia de España se quitó el luto por el torero amado para resucitar a la vida de la música y de paso presentar en el escenario al pequeño Paquirrín, que mientras iba cantando a capela con su madre (“mi pequeño del alma, con tu piel de canela”) entró en bucle gritando aquello de “¡cahne, cahne!”. Poco tiene que ver este país cainita, nihilista y hater con aquel otro de antaño mucho más ingenuo, noble y esperanzado en un futuro mejor. Hemos ido degradándonos como sociedad, en plan retrato de Dorian Gray, hasta convertirnos en un país feo de cojones. Y quien dice feo dice más egoísta, más racista y más miedoso. El rey emérito, antaño disfrazado de demócrata, ahora alaba sin complejos la figura del dictador; machistas travestidos de feministas quedan en evidencia por su pasado putero; monjas cismáticas terminan en el cuartelillo por chorizas; los fachavales del Ku Klux Klan de Torre Pacheco campan a sus anchas; y jueces nostálgicos se dan a la caza de brujas (y del rojo) sentando firme jurisprudencia sobre la mentira. Esta España supuestamente democrática de hoy no es más que una deformación aberrante de aquel otro franquismo que la precedió. El mito del alcalde, el cura, el cacique y el guardia civil sigue estando vigente como siempre, como nunca podría decirse, solo que en forma de un esperpento aún más surrealista y delirante que cuando el Régimen del Tío Paco. Por Marx sabemos que la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa.
Esta España contemporánea es la otra cara de una moneda oxidada, un mal remake de aquella vieja película franquista que erróneamente creímos haber dejado atrás. Estamos instalados en una especie de cómoda decadencia o día de la marmota. Los golfos se gradúan en ética y moral por la Universidad de Soto del Real; los fondos buitre (más bien buitres con muchos fondos) venden nuestros hospitales públicos, piedra a piedra y al mejor postor, hasta convertir al paciente en carnaza para el negocio; el político más inepto es premiado con una paguita extra por Navidad (véase Mazón); y cualquier bocachanclas sin oficio ni beneficio pega el pelotazo en las redes sociales monetizando estúpidos alegatos contra el cambio climático, la redondez de la Tierra y la ley de la gravedad. Una especie de extraño “tecnofascismo” lo invade todo. Si no estás en las redes sociales, no estás en este mundo. Eres invisible. Tantos likes tienes, tanto vales, no se puede remediar, y si eres de los que no tienen, a galeras a remar, como decía el gran Manolo García, que va a empezar nueva gira (los viejos roqueros nunca mueren, según le ha contado a Broncano). Un odio pestilente y viscoso lo permea todo, la calle, los bares, las tiendas y los hogares. Las dos Españas se atizan familiarmente frente al pollo de Nochebuena (nada de pavo, que cuesta un riñón por la subida de los precios). Ya no se puede entrar en un ascensor sin toparse con el racista desinhibido de turno que te suelta la leyenda urbana del okupa y el mena. Ya no se puede ayudar a una tierna ancianita a cruzar el paso de peatones sin riesgo de que le pegue a uno un bastonazo por comunista, sanchista o bolivariano. Y la bandera del aguilucho vuelve a estar presente en según qué ayuntamientos convertidos en pequeños alcázares falangistas.
Hoy comprobamos con estupor que tras cuarenta años de dictadura llegaron cincuenta de dictablanda, un invento, el de la Restauración borbónica, en el que seguimos cayendo una y otra vez, por los siglos de los siglos y sin que aprendamos nada. Gabilondo se suma a la patrulla de los últimos periodistas de verdad que van quedando. Un desesperado bastión en la defensa de la democracia frente a tanto salvaje predicando el odio, la ira y el rencor.