A partir de hoy, el 20N ya no solo será el día que murió Franco, también será el día que condenaron al fiscal general del Estado del Reino de España a la muerte civil. La sentencia contra Álvaro García Ortiz es un golpe, desde los tribunales, a la democracia. Golpismo judicial. Y no solo porque la politización del Tribunal Supremo ha llegado a límites degradantes hasta practicar una suerte de lawfare contra el Gobierno de Sánchez (al que la mayoría de los jueces de este país consideran un peligroso rojo bolivariano y socialcomunista), sino porque hace saltar por los aires los principios más elementales del Estado de derecho.
La primera aberración cometida por el tribunal, esa que hará que esta caza de brujas pase a la historia de la infamia, consiste en condenar a un ciudadano sin pruebas. Suena duro, pero así ha sido. El derecho a la presunción de inocencia, pilar básico de nuestro ordenamiento jurídico penal, ha sido detonado por este grupo salvaje de magistrados sin complejos que ha decidido retorcer las leyes hasta atravesar un Rubicón sin retorno. En una democracia, todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Al fiscal y las acusaciones privadas corresponde demostrar que se ha cometido un delito, pero en este caso, desde el principio, siempre fue al revés: Ortiz parecía condenado de antemano y obligado a demostrar que no tuvo nada que ver con los hechos imputados.
Dicen que la Justicia es ciega, y en este caso sus señorías se han liado las togas a la cabeza, a sabiendas, para no ver la realidad jurídica. Tanto es así que, en una decisión inédita, han desestimado los testimonios de los periodistas que tomaron parte en el juicio en calidad de testigos. Todos ellos confirmaron que la filtración sobre el famoso correo del presunto defraudador fiscal Alberto González Amador, novio de Isabel Díaz Ayuso, no partió del despacho de García Ortiz, sino que les llegó por otras fuentes. Solo esa prueba tendría que haber sido suficiente para absolver al fiscal general del Estado. Pero, lejos de ello, los magistrados del Supremo siguieron retorciendo la ley hasta hacer una interpretación restrictiva del derecho a la presunción de inocencia, que en ningún momento ha quedado desvirtuado a lo largo del juicio. Más bien al contrario, el tribunal se ha acogido a pruebas indiciarias, cogidas por los pelos, como suele decirse coloquialmente, para llegar a un veredicto de culpabilidad.
Al final, las conjeturas e inferencias de los agentes de la UCO (que en ningún momento han podido conseguir la prueba definitiva de la supuesta filtración), los alegatos fanatizados de los abogados ultraderechistas, la animadversión personal a su jefe de una fiscal provincial como Almudena Lastra (que tras este episodio gana puntos en el concurso oposición como futura fiscal general del Estado del PP), las patrañas del Colegio de Abogados entregado a la derecha más reaccionaria y el inmenso poder que una mujer como Ayuso ha acumulado en Madrid, han podido más que la verdad. Porque, sin duda, si algo ha sido este juicio –más allá de la cacería descarnada contra un profesional del Derecho a quien la caverna mediática ha identificado desde el principio como el brazo judicial del sanchismo–, ha sido un auto de fe, siniestro e inquisitorial, contra la verdad. La frase legendaria para la posteridad la dejó un portavoz de Génova cuando, para defender a Miguel Ángel Rodríguez, el asesor de la presidenta de Madrid y principal instigador de todo este inmenso montaje circense, dijo aquello de “mentir no es ilegal”. Qué mejor resumen para los tiempos de posverdad que nos ha tocado vivir.
Las consecuencias de la sentencia, más allá de la demolición del derecho a la presunción de inocencia, son demoledoras para nuestra joven democracia. De entrada, sienta un grave precedente que destruye el principio de seguridad jurídica consagrado en la Constitución, el que hasta ahora establecía que nadie podía ser condenado sin pruebas en este país. Cuidado, honrado ciudadano, porque a partir de ahora tú también puedes ser García Ortiz. Además, pisotea el principio de contradicción de pruebas en la vista oral y el derecho a un juez imparcial, objetivo e independiente. Da miedo comprobar que, de lo que se trataba con esta sentencia, era de enviar un mensaje o aviso a navegantes, es decir, amedrentar a todo aquel al que se le ocurra ir más allá del sistema, del atado y bien atado que dejó escrito el dictador.
Todo lo cual nos devuelve, inevitable y terroríficamente, a los oscuros tiempos del franquismo, cuando la Policía del régimen prefabricaba las pruebas contra el rojo de turno antes de ponerlo frente al TOP, ante el juicio sumarísimo y ante los carceleros de Carabanchel. Represaliados, presos políticos, jurisdicción de tintes militares, todos esos conceptos que parecían felizmente superados, vuelven a estar de moda, por desgracia, en un país que retorna preocupantemente al pasado del antiguo régimen.
Feijóo ya tiene lo que quería: la cabeza de García Ortiz, el titular manipulado en el Financial Times y un nuevo argumento para su matraca de las elecciones anticipadas. A la dureza de la sentencia, dos años de inhabilitación para el fiscal condenado (que será, de facto, su muerte civil), se viene a añadir el escarnio y la humillación: que el condenado tenga que pagar una indemnización de 10.000 euros a su denunciante, un presunto delincuente inmerso en un proceso por fraude a Hacienda. Lo que queda es una inscripción lapidaria sobre el certificado de defunción de nuestra democracia: quien dice la verdad, pierde; quien miente gana. Y encima le pagan la hipoteca del piso. El nuevo franquismo era esto.