Lo ocurrido ayer en la Puerta del Sol con Hakuna Group Music no fue un simple concierto navideño ni una anécdota costumbrista envuelta en villancicos y luces. Fue un acto político con música de fondo. Un gesto calculado. Una fotografía buscada. Y, sobre todo, una operación cultural diseñada para disputar el imaginario juvenil desde posiciones ultracatólicas y profundamente reaccionarias, con la bendición explícita del poder político madrileño y la complicidad silenciosa de buena parte de la derecha española.

Que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, bailara y cantara en primera fila mientras el grupo actuaba desde el balcón institucional no es un detalle menor. Tampoco lo es que a su lado estuviera Alberto Núñez Feijóo. El mensaje fue nítido: este es el tipo de juventud que nos gusta, este es el tipo de valores que queremos promover, este es el futuro al que aspiramos.
Qué es Hakuna y por qué no es solo música
Para entender la gravedad del asunto conviene explicar, sin tecnicismos ni eufemismos, qué es realmente Hakuna. No hablamos de una banda pop al uso. Hakuna Group Music es la rama musical del movimiento religioso Hakuna, fundado en 2013 por el sacerdote José Pedro Manglano, conocido como “Josepe”, con una trayectoria estrechamente vinculada a entornos del Opus Dei. Su proyecto no es cultural, sino evangelizador; no es artístico, sino doctrinal; no es neutral, sino ideológico.
Su música funciona como herramienta de captación emocional. Letras sencillas, melodías pegadizas, estética cuidada, uso intensivo de redes sociales y una narrativa que mezcla espiritualidad, comunidad y pertenencia. Todo ello envuelto en un lenguaje aparentemente amable que evita el conflicto político explícito, pero que transmite una cosmovisión muy concreta: obediencia, sacrificio, culpa, rechazo del feminismo, cuestionamiento de los derechos sexuales y reproductivos, y una visión jerárquica de la sociedad.

El papel de Ayuso: política cultural con sotana
La Comunidad de Madrid no programa al azar. Elegir a Hakuna como “cabeza de cartel” de la Navidad institucional es una decisión política consciente. Ayuso no se acerca a estos jóvenes por casualidad: lo hace porque representan un nicho electoral estratégico, disciplinado, movilizable y profundamente conservador. Jóvenes que votan —o votarán— y, sobre todo, familias que ya votan.
En un contexto de desgaste del discurso neoliberal clásico, la derecha madrileña ha encontrado en la batalla cultural un terreno fértil. Frente a derechos, ciencia o pluralismo, ofrece identidad, fe y orden. Frente a complejidad social, respuestas simples. Frente a emancipación, sumisión revestida de espiritualidad.
El uso de espacios institucionales —el balcón de la Real Casa de Correos— para amplificar un mensaje religioso concreto rompe de forma flagrante la neutralidad que se exige a una administración pública. No es tradición ni folclore: es propaganda ideológica financiada y legitimada desde el poder.
Por qué algunos jóvenes quieren “volver atrás”
La pregunta clave no es solo por qué Ayuso busca a estos jóvenes, sino por qué algunos jóvenes se sienten atraídos por este discurso. La respuesta es incómoda, pero necesaria. Vivimos una generación precarizada, con expectativas frustradas, sin acceso a vivienda, con empleos inestables y un futuro difuso. En ese vacío, los discursos ultrarreligiosos ofrecen certezas, pertenencia y una falsa sensación de sentido.

Hakuna no promete cambiar el mundo; promete consuelo. No plantea justicia social; plantea resignación. No impulsa pensamiento crítico; fomenta obediencia emocional. Es una respuesta conservadora al malestar contemporáneo, y por eso encaja tan bien con el proyecto político de la derecha madrileña: jóvenes dóciles, organizados en torno a la fe, alejados de la protesta y críticos con los avances sociales.
Pop, redes y evangelismo 3.0
La novedad no está en el mensaje, sino en el formato. El ultracatolicismo ha aprendido a hablar el lenguaje de TikTok, Spotify e Instagram. Ha entendido que la cultura pop es hoy el principal campo de batalla. Canciones que se comparten como memes, conciertos que funcionan como rituales colectivos, documentales emotivos y una estética “cool” que disimula la carga ideológica de fondo.
No es casual que este modelo sea promovido desde instituciones gobernadas por el Partido Popular. La música actúa como caballo de Troya: entra por el oído, se queda en la emoción y termina moldeando la conciencia. Todo ello sin debate público, sin transparencia y sin que se expliquen claramente los valores que se están difundiendo.

Una estrategia peligrosa para la democracia
El problema no es la fe privada ni la música religiosa en sí. El problema es la instrumentalización política de la religión para moldear a la juventud desde el poder público. El problema es normalizar que una administración use recursos institucionales para favorecer a movimientos ideológicos que cuestionan derechos fundamentales y promueven una sociedad más desigual y excluyente.
Ayuso no bailaba villancicos: bailaba un proyecto cultural reaccionario. Uno que mira al pasado, que desprecia la diversidad y que pretende reinstalar una moral única en una sociedad plural. Frente a ello, el silencio institucional y mediático resulta alarmante.
La democracia no se defiende solo en las urnas, sino también en el terreno simbólico. Y ceder ese terreno a grupos ultracatólicos, presentados como inocente música juvenil, es abrir la puerta a un retroceso que ya conocemos demasiado bien. Porque cuando el poder se alía con el dogma, los derechos siempre acaban perdiendo.