La condena del fiscal general del Estado por revelación de secretos ha sido utilizada por Isabel Díaz Ayuso y por su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, como un ariete político contra el Gobierno. Sin embargo, el argumentario difundido desde la Puerta del Sol no describe lo ocurrido, amplifica falsedades y tergiversa el fallo del Tribunal Supremo. Conviene ordenar los hechos y exponer con claridad qué dice realmente y qué no dice, todavía no conocemos la sentencia. Porque, lejos del relato incendiario, lo que ha quedado acreditado judicialmente es un delito cometido por un alto cargo, no una conspiración institucional ni un ataque a Madrid, ni mucho menos un intento de “romper España”.
A continuación, se desgranan uno por uno los puntos centrales del discurso de Ayuso y se confrontan con la realidad jurídica.
No es “un día histórico para la democracia” porque caiga un fiscal general: lo histórico es que el Supremo adelante la condena sin conocer la sentencia.
El mensaje difundido por Ayuso presenta la condena como una suerte de épica democrática: “el Estado de derecho triunfa porque cae un fiscal general”. Esta interpretación es engañosa.
El Supremo condena a un cargo público de manera dudosa. Eso es excepcional, pero no dramático, ni glorioso. Es la normalidad en una democracia sólida: nadie está por encima de la ley. No se celebra la caída de una institución, sino la vigencia del marco jurídico.
La sentencia no habla de fines políticos ocultos ni de persecución a adversarios. Declara probado que el fiscal general reveló datos protegidos sobre un ciudadano, vulnerando el deber de confidencialidad. Nada más. Y nada menos.
El anuncio del Tribunal Supremo sobre la situación penal del fiscal general del Estado ha provocado una intensa convulsión política. Sin embargo, conviene separar los hechos comprobables de las interpretaciones interesadas. El fallo comunicado el 20-N no es una sentencia completa ni definitiva: se trata de un adelanto inusual, aprobado por mayoría, con dos votos discrepantes y sin exposición de fundamentos jurídicos. En lugar de reconocer esta circunstancia extraordinaria, Isabel Díaz Ayuso se apresuró a utilizarlo como si se tratara de una verdad incontestable, elaborando un discurso lleno de afirmaciones falsas, conexiones inexistentes y una sobreactuación que nada tiene que ver con la realidad procesal.
La estrategia política del texto que difundió —escrito por su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez— consiste en transformar un fallo concreto y limitado en una acusación global contra el Gobierno, las instituciones del Estado e incluso contra España como proyecto democrático. Pero basta leer el contenido exacto del fallo para comprobar que el relato de Ayuso no se sostiene.
Un fallo adelantado, sin sentencia redactada y con división interna
El Tribunal Supremo informó el 20 de noviembre, coincidiendo con el 50 aniversario de la muerte de Franco, de que condenaba al fiscal general, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de datos reservados previsto en el artículo 417.1 del Código Penal. La pena es clara: 12 meses de multa, dos años de inhabilitación para el cargo de fiscal general y 10.000 euros de indemnización por daños morales al empresario Alberto González Amador. También le absuelve del resto de delitos que se le atribuían.
Pero lo más relevante no es la condena en sí, sino cómo se ha comunicado. El tribunal no ha hecho pública la sentencia completa, que es donde deben figurar los hechos probados, la argumentación, las discrepancias y la fundamentación jurídica. Además, la resolución ha suscitado evidentes tensiones internas: dos magistradas —Ana María Ferrer y Susana Polo— han emitido votos particulares para mostrar su desacuerdo. Eso ha obligado a cambiar la ponencia y entregar la redacción definitiva al presidente de la Sala Segunda.
Es decir, no estamos ante una resolución firme ni pacífica, sino ante un anticipo parcial de un texto que todavía no existe públicamente y que contará con opiniones judiciales enfrentadas. Que el Supremo haya elegido el 20-N, una fecha de evidente carga simbólica, para comunicar un fallo tan sensible, también ha generado preocupación en parte de la ciudadanía.
Nada de esto aparece en el discurso de Ayuso. Ella presenta el fallo como si fuese una sentencia indiscutible y completa, cuando es evidente que no lo es.
Lo que dice el fallo… y lo que Ayuso inventa
El fallo se limita a castigar un delito concreto: la revelación de información protegida. Punto. No habla de conspiraciones políticas, ni de persecuciones, ni de órdenes gubernamentales, ni de coordinación entre Moncloa y la Fiscalía. Tampoco menciona tensiones entre poderes, ni ataques del Gobierno a la justicia, ni operaciones secretas, ni una supuesta erosión de la democracia.
Todo eso forma parte del guion ideado por Rodríguez, no de la resolución judicial.
Aunque el fallo sí establece una responsabilidad penal individual, Ayuso lo interpreta como si fuera la demostración de un derrumbe institucional provocado por el Gobierno. Presenta la decisión como un acontecimiento histórico, pero no por la importancia del caso, sino porque cree que confirma su visión de que España se dirige hacia una catástrofe. Sin embargo, lo que ha ocurrido es mucho más sencillo: el tribunal considera que un alto cargo ha vulnerado la ley, mientras la argumentación completa permanece pendiente.
Ayuso afirma que el Gobierno controla al fiscal general: el fallo no dice nada de eso
Una de las falsedades centrales del discurso de la presidenta es asegurar que el presidente del Gobierno dirige o condiciona la actuación del fiscal general. Esa idea convierte el caso en una causa política inexistente. El fallo no menciona en ningún momento instrucciones, órdenes, coordinación o interferencias. Tampoco insinúa que el fiscal actuara como ejecutor de una estrategia gubernamental.
Ayuso no solo afirma algo que el tribunal no dice; lo afirma sin aportar una sola prueba. Su argumentario presenta una jerarquía política entre presidente y fiscal que no existe en la Constitución. Los fiscales tienen autonomía orgánica y funcional. Que un Gobierno proponga su nombramiento no implica que pueda dirigir su actuación.
Manipular los hechos para declarar que “el Estado atacó a un ciudadano” es una tergiversación completa
Otro de los ejes del discurso es la idea de que el caso demuestra un abuso del Estado contra un particular. La paradoja es evidente: quien juzga y condena al fiscal es el propio Estado, a través de su máximo órgano jurisdiccional. Si existiera una maquinaria estatal orientada a perjudicar al empresario afectado, jamás se habría llegado a esta condena. Lo que demuestra el proceso es que las instituciones funcionan y controlan conductas indebidas.
La presidenta da la vuelta a los hechos para transformarlos en una historia de persecución cuando la realidad es justamente la opuesta.
Ayuso intenta arrastrar el caso hacia la Comunidad de Madrid sin base alguna
El discurso llega incluso a presentarse como víctima indirecta de una supuesta operación contra ella. No existe ni un dato, ni un hecho, ni una resolución judicial que vincule el caso del fiscal general con la presidenta madrileña. El empresario afectado tampoco es un adversario político del Gobierno, sino una persona investigada por sus propios asuntos tributarios. La Comunidad de Madrid no aparece en ninguna fase del procedimiento.
La presidenta introduce su figura porque necesita dar a su público un enemigo externo. El caso no es sobre Madrid, pero lo adapta a su narrativa.
La sobreactuación política no debe sustituir la prudencia institucional
La condena adelantada por el Supremo ha generado debate. Hay juristas que la ven ajustada; otros la consideran precipitada o discutible. Pero ese debate debe partir de los hechos, no de una reinterpretación partidista que intenta convertir un fallo parcial en un relato de demolición nacional.
Ayuso ofrece un relato inflamado, plagado de insinuaciones y totalmente desconectado del contenido de la resolución judicial. El Estado no se tambalea. España no está al borde de un choque de trenes institucional. Se ha producido un fallo controvertido, con claras tensiones internas y cuya sentencia aún no existe públicamente.
Usarlo para incendiar la convivencia es una irresponsabilidad. Y ese incendio no nace en los tribunales: nace en el argumentario político.