El discurso de Isabel Díaz Ayuso en el acto conmemorativo del aniversario de la Constitución española fue, más que una defensa solemne del marco constitucional, una larga pieza retórica cargada de épica, dramatismo y tono beligerante. Aunque comenzó con la tradicional exaltación de la transición y del pacto político que permitió a España construir un Estado democrático tras una dictadura, el mensaje pronto se transformó en un retrato sombrío del presente, caracterizado, en palabras de la presidenta, por una “dictadura de minorías”, la fragmentación social, la “cancelación” y una supuesta deriva antisocial que amenaza con destruir el proyecto colectivo construido en 1978.
Un discurso institucional convertido en sermón político
El problema no es únicamente el tono alarmista, ni siquiera la exageración evidente del diagnóstico. Lo más llamativo del discurso de Ayuso es la contradicción fundamental que atraviesa todo su texto: por un lado, celebra una democracia madura, sólida, próspera, que habría garantizado medio siglo de convivencia; y por otro, describe un país sometido a fuerzas dominantes, antidemocráticas y destructivas que controlarían la vida pública y cultural. Si ambas afirmaciones fueran ciertas, la conclusión sería devastadora: la Constitución habría fracasado, o sería incapaz de impedir que España volviera a una forma de autoritarismo. Sin embargo, Ayuso no formula esa conclusión, porque el objetivo no es demostrar una idea, sino movilizar una emoción.
La contradicción central: democracia ejemplar / país cautivo
El discurso arrancó con un elogio contundente a la Constitución de 1978 y a la transición:
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“medio siglo de concordia, prosperidad y vida pacífica”
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“sociedad libre, justa y plural”
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“unidad y libertad”
Hasta aquí, nada que objetar.
Pero acto seguido, Ayuso afirmó que hoy existe una “dictadura de minorías” que pone en riesgo ese legado. El salto retórico es enorme: ¿pasamos de una democracia sólida y envidiable a una dictadura encubierta?
Si es así, la conclusión lógica sería que el sistema de 1978 ha fracasado, ha sido capturado o no es capaz de garantizar derechos y libertades.
Pero Ayuso no lo dice así. Prefiere sostener simultáneamente dos relatos incompatibles:
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España vive, gracias a la Constitución, una libertad ejemplar.
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España está amenazada por fuerzas que controlan la vida pública y reprimen a la mayoría.
Ambas cosas no pueden ser verdad a la vez.
Si España vive bajo “dictadura” o “dominación minoritaria”, entonces el Estado de derecho no existe o es irrelevante. Si el Estado de derecho existe, es absurdo hablar de dictadura.
El discurso genera así una disonancia deliberada: celebra lo que afirma que está siendo destruido.
Su relato de la transición es una pieza casi mitológica. Habla de españoles que “dejaron atrás la ira y el miedo” para abrazar la concordia, de un espíritu generoso, alegre, aventurero. El pasado se convierte en una narración épica, pedagógica, casi heroica. Pero esa exaltación sirve, en realidad, para contrastarla con un presente descrito como decadente y peligroso. El paso de un párrafo a otro convierte a la España democrática en una especie de paraíso perdido, destruido por “minorías que nunca se contentarán” y por una sociedad que habría caído en el “pequeño gusto de deformar lo que somos”.
El discurso de Ayuso se basa, explícitamente, en identificar amenazas.
Su lista es larga:
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“minorías que dictan”
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“pasiones identitarias de laboratorio”
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“jóvenes que reproducen odio”
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“cancelación política y social”
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“odio al que tiene éxito”
Esa operación retórica tiene dos objetivos. El primero es construir un enemigo, aunque sea difuso. El segundo es proyectar a la propia Ayuso como una figura dispuesta a alertar, resistir y salvar el núcleo identitario del país. En este sentido, el discurso no es institucional, sino movilizador, emocional, partidista, pensado para fidelizar a un electorado que necesita sentir que hay algo importante en riesgo.
La construcción del enemigo
El problema es que esa estrategia funciona bien en un mitin, pero chirría en una ceremonia oficial. En un acto institucional, se espera que la máxima representante de una comunidad autónoma sitúe su discurso en el marco de lo común, lo compartido, lo reconocible. No se espera un relato de angustia moral ni una visión apocalíptica del presente. Mucho menos, si ella misma sostiene, solo unos minutos antes, que el sistema democrático ha funcionado, ha garantizado derechos, ha impulsado prosperidad y ha sido una referencia internacional.
La paradoja es evidente: si España vive bajo una “dictadura de minorías”, entonces no hay libertad política, no hay pluralismo social ni hay democracia real. Si eso fuera verdad, celebrar la Constitución sería un gesto vacío, casi paródico, pues no tendría sentido ensalzar un texto jurídico que ha permitido llegar a ese supuesto desastre. Si, por el contrario, España tiene un sistema democrático pleno, no hay justificación para hablar de dictadura, minorías tiránicas ni identitarismos “enfermos” que amenazan el orden público.
El populismo de la épica nacional
Ayuso utiliza la Constitución como símbolo, pero no como marco normativo.
La presenta como un acto de heroísmo moral, no como un pacto complejo y lleno de concesiones.
Habla de España como:
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“generosa”
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“valiente”
-
“alegre”
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“maravillosa”
Un relato épico, emocional, simplificado.
Pero esa exaltación convive con la condena del presente:
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“males que se extienden”
-
“enfermedad social”
-
“dictadura de minorías”
-
“odio”
-
“destrucción”
La conclusión implícita es devastadora: la España del 78 ha sido traicionada.
El populismo de la épica nacional
Ayuso utiliza la Constitución como símbolo, pero no como marco normativo.
La presenta como un acto de heroísmo moral, no como un pacto complejo y lleno de concesiones.
Habla de España como:
-
“generosa”
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“valiente”
-
“alegre”
-
“maravillosa”
Un relato épico, emocional, simplificado.
Pero esa exaltación convive con la condena del presente:
-
“males que se extienden”
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“enfermedad social”
-
“dictadura de minorías”
-
“odio”
-
“destrucción”
La conclusión implícita es devastadora: la España del 78 ha sido traicionada
Ayuso resuelve la contradicción no desde la lógica, sino desde la emoción. No intenta demostrar que sus preocupaciones son reales, ni cita ejemplos, datos, hechos concretos o episodios verificables. El enemigo no tiene rostro, ni nombre, ni responsabilidad definida. Es una fuerza difusa, abstracta, omnipresente, capaz de anestesiar a la sociedad y corromperla. Y eso es lo más eficaz del relato: no necesitas pruebas cuando tu objetivo no es convencer, sino inquietar.
El discurso deja fuera temas que, en cualquier análisis mínimamente serio de la Constitución, deberían ser centrales: desigualdad, organización territorial, derechos sociales, financiación autonómica, crisis climática, vivienda, sanidad, educación, precariedad laboral. Ayuso los menciona de pasada, a veces en una frase, otras como si fueran simplemente piedras en el camino que solo puede resolver la “libertad individual”, entendida casi exclusivamente como baja fiscalidad, iniciativa económica y ausencia de regulación.
Esa visión es profundamente reduccionista. Convierte problemas colectivos en obstáculos burocráticos y transforma los derechos sociales en accesorios. El mensaje, de forma implícita, es que la verdadera libertad no reside en un Estado social —como establece la propia Constitución— sino en una economía desregulada y en el mérito personal. Es un giro ideológico deliberado: la Constitución no se celebra por lo que dice, sino por lo que permite reinterpretar.
El golpe a la democracia no viene de fuera, sino del propio discurso
Lo más significativo es que el acto institucional, lejos de reforzar la confianza en las instituciones, contribuyó a lo contrario. Si la sociedad está dividida, sometida, enferma y dominada por una minoría, entonces el Estado no funciona. Pero si el Estado no funciona, el principal responsable es quien lo gobierna, no “la minoría”. Sin embargo, el discurso no acepta esa responsabilidad: la amenaza siempre proviene de fuera.
Ayuso terminó con un llamamiento emocional, apelando a “emprender el camino que nos reconcilie con los mejores episodios de nuestra historia”. Una frase que intenta cerrar en positivo, pero que llega después de cuarenta minutos describiendo el presente como un desastre moral. La sensación final es de choque: se celebra la Constitución para afirmar que la democracia se ha corrompido, y se elogia el pasado para condenar el presente.
El acto de conmemoración no fue, por tanto, una defensa del sistema democrático, sino una apropiación simbólica del mismo para sostener un relato de confrontación. Ayuso no dijo que España sea una dictadura, pero utilizó ese lenguaje para describir la realidad. No pidió unidad, sino adhesión emocional. Y no celebró la Constitución, sino la idea de que está en amenaza y solo algunos pueden salvarla.