La resolución 1000/2025 ha abierto un debate que supera con mucho el episodio del correo filtrado y la nota que difundió la Fiscalía horas después. El malestar expresado sin rodeos por dos magistradas del propio tribunal revela hasta qué punto el fallo se aleja de la práctica cotidiana y reabre una discusión incómoda: la tendencia a resolver con el Código Penal tensiones que pertenecen al ámbito interno de las instituciones. Cuando se recurre al Derecho Penal para enderezar desajustes que podrían solventarse por vías menos drásticas, el sistema pierde flexibilidad y gana rigidez.
La sentencia se asienta sobre una idea tajante: cualquier información vinculada a un procedimiento penal queda automáticamente envuelta en un hermetismo absoluto. El planteamiento, impecable en abstracto, choca con la realidad diaria de fiscalías, juzgados y despachos donde se intercambian borradores, se aclaran dudas o se negocian conformidades. No todo documento del expediente es material sensible, ni cada comunicación interna compromete derechos fundamentales. Ese terreno intermedio, tan habitual en la práctica, desaparece en el razonamiento de la mayoría del tribunal.
Las dos magistradas discrepantes no discuten la importancia de preservar la confidencialidad, pero recuerdan que las instituciones funcionan con un flujo de información que no se deja encerrar en una frontera tan estricta. Convertir cualquier correo en un “dato reservado” equivale a desconocer cómo circulan los documentos antes de que un asunto llegue formalmente al juzgado. Esa distancia con la realidad se percibe en la propia resolución, que describe un modo de trabajo difícil de reconocer para quienes conocen estos procedimientos de cerca.
Uno de los puntos más frágiles del fallo aparece en la atribución de responsabilidad al Fiscal General. La sentencia sostiene que debió conocer —o consentir— la filtración, pero no identifica un acto concreto que lo respalde. El razonamiento descansa más en la idea de jerarquía que en hechos acreditados. Y ahí surge el problema: una institución no funciona como una cadena de mando militar, y la circulación de documentos, especialmente en momentos de presión mediática, no sigue un trayecto lineal que permita deducir la voluntad de quien ocupa la cúspide.
Las juezas discrepantes recuerdan algo elemental: la responsabilidad penal exige pruebas, no suposiciones amparadas en el cargo. Si la autoría se infiere únicamente de la posición institucional, la frontera entre responsabilidad política y penal se desdibuja, y el tribunal termina juzgando una estructura antes que una acción concreta.
Otro aspecto delicado surge al tratar la nota institucional como una prolongación del daño causado por la filtración. Aquella nota no revelaba información nueva —todo había trascendido ya por otros canales— y cumplía, en esencia, una función prevista en la ley: aclarar un escenario confuso para evitar que las interpretaciones erróneas se impusieran. Convertir ese intento de transparencia en un acto punible deja a la Fiscalía en un callejón sin salida: si explica, se expone; si calla, alimenta el ruido.
Ese dilema no contribuye a reforzar la confianza pública. Más bien conduce a instituciones que hablan tarde y poco. El último pilar del fallo —la supuesta afectación al investigado— apenas se desarrolla. La sentencia afirma que hubo un perjuicio, pero no lo concreta. El procedimiento no se alteró, no se modificó ninguna decisión judicial y no se aprecia una merma efectiva de garantías. La mayoría afirma un daño que no termina de describir, mientras los votos particulares insisten en la necesidad de demostrar, y no presumir, que un derecho ha sido lesionado.
El resultado es una resolución que aspira a ordenar un episodio incómodo, pero lo hace ampliando de forma notable el alcance del Derecho Penal. Y cuando se pretende resolver mediante sanciones penales problemas de coordinación interna o tensiones organizativas, el riesgo es evidente: se confunde la protección de derechos con la corrección de disfunciones, y esa confusión termina empobreciendo al sistema.