El Congreso vota contra el tiempo libre

PP, Vox y Junts bloquearon de nuevo la reducción de jornada, repitiendo la alianza conservadora que define el presente laboral

15 de Octubre de 2025
Actualizado a la 13:19h
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La sesión parlamentaria del martes confirmó que el descanso sigue siendo una cuestión de privilegio. La jornada de 35 horas fue descartada con argumentos de “prudencia”, pero el fondo fue político: mantener intacto el poder sobre el tiempo ajeno. Con los votos del PP, Vox y Junts, se tumbó otra vez la reducción de jornada; el rechazo no es solo político, es una decisión que marca quién puede disfrutar del tiempo libre.

El Congreso rechazó el martes la proposición del BNG para fijar la jornada laboral en 35 horas semanales. PP, Vox y Junts —los mismos que hace un mes tumbaron la propuesta de 37,5 impulsada por el Ministerio de Trabajo— volvieron a alinearse para frenar un cambio que afectaría al núcleo del modelo productivo español. El resultado no sorprende, pero sí confirma una tendencia: el tiempo de vida sigue subordinado al calendario de la rentabilidad.

El tiempo como frontera política

La sesión del martes no giró en torno a la viabilidad económica o al coste para las empresas. El eje fue otro, más profundo: la resistencia a reconocer el tiempo libre como un derecho social. Reducir la jornada no es un asunto de productividad, sino de redistribución del poder. El voto negativo de la derecha y del nacionalismo conservador vuelve a situar el trabajo como una forma de control. No se discutía si la medida era posible, sino si debía existir.

Los argumentos se repitieron: “falta de consenso”, “peligro para el empleo”, “riesgo de fragmentar la productividad”. Detrás de esa retórica empresarial se esconde una idea que ya parecía superada: el tiempo pertenece al mercado, no a las personas. Y ese principio —disfrazado de sentido común— mantiene intacto el modelo que convierte cada hora de vida en una unidad de rendimiento.

Lo que se votó este martes no era una tabla de horarios, era una forma de ciudadanía. Rechazar la reducción de jornada es decidir que el bienestar colectivo puede esperar, que la vida sigue siendo una variable dependiente del crecimiento económico.

El espejo de un país desigual

En el debate apenas se mencionó lo evidente: España lidera las tasas europeas de horas extra no pagadas, jornadas extensas y bajos salarios.
El discurso empresarial que alerta del “riesgo de desincentivar la productividad” omite que la productividad ya se sostiene sobre la intensificación del trabajo, no sobre la innovación ni la equidad.
Reducir jornada sin reducir salario no es utopía: es un ajuste estructural que ya ensayan países como Francia, Bélgica o Países Bajos.
Pero aquí, cada intento de discutir el tiempo se confunde con una amenaza a la autoridad patronal.

El resultado político del martes dibuja una paradoja: los mismos partidos que hablan de conciliación familiar votan contra la medida que la haría posible.
El tiempo para cuidar, criar o descansar sigue siendo un lujo.
Y en un mercado laboral feminizado en los sectores más precarios, esa negación recae con más peso sobre las mujeres: son ellas quienes sostienen el trabajo visible y el invisible, el asalariado y el de cuidados, sin que ninguno cuente como tiempo propio.

La política del cansancio

En términos estrictos, la derrota parlamentaria no cierra el debate, pero sí revela su naturaleza. Los partidos que bloquean la reducción de jornada no defienden la economía: defienden el derecho a disponer del tiempo de los demás. El cansancio colectivo se ha convertido en el modo de producción más estable del país.

Mientras tanto, el discurso progresista sobre el derecho al descanso se consolida como una idea política de fondo. No es una demanda sindical, es un replanteamiento del contrato social: quién produce, quién descansa, quién vive del tiempo de los otros.

En el Congreso, el martes, no se votó una ley laboral. Se votó la forma en que entendemos la vida bajo el trabajo. Y, una vez más, ganó la inercia: la vieja cultura del agotamiento.

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