Ayuso hace méritos para la comisión ejecutiva de MAGA

Se trata de una operación muy sofisticada en la que Ayuso se parapeta tras la idea de unidad nacional, pero su definición de unidad excluye de facto a quienes discrepan de ella, un mecanismo que es el pilar de la comunicación populista de extrema derecha

20 de Noviembre de 2025
Actualizado a las 14:35h
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Ayuso Maga
Isabel Díaz Ayuso interviene en la Asamblea de Madrid

Cada palabra pronunciada en la tribuna de un parlamento es un gesto medido, una señal enviada a públicos múltiples. Pero en Madrid ocurre algo más interesante y peligroso: la presidenta regional, Isabel Díaz Ayuso, ha perfeccionado un estilo que combina la apariencia de moderación con un discurso cada vez más alineado con la extrema derecha populista global. Afirma querer concordia, diálogo y una mirada hacia el futuro. Sin embargo, sus intervenciones más recientes muestran que ese envoltorio conciliador sirve para revestir un mensaje que se nutre de los mismos marcos conceptuales que han definido el trumpismo en Estados Unidos y otras derivas iliberales en Europa.

El ejemplo más claro lo ha dado hoy en el último Pleno de la Asamblea. Ayuso insistió, en respuestas a PSOE y Más Madrid, en que “la inmensa mayoría nació en democracia” y que su generación aprendió de padres y abuelos que “nunca quisieron la Guerra Civil”. La frase suena luminosa, casi pedagógica. Pero oculta un giro discursivo evidente: atribuye a sus adversarios políticos una pulsión por reabrir heridas del pasado que, según ella, amenaza con devolver al país a su antesala. Como toda la extrema derecha española, olvida que no se puede reabrir una herida que no se cerró. La retórica de Ayuso no pretende analizar la historia; pretende fabricar culpables. Señala a la izquierda como agentes de un supuesto “guerracivilismo” que, en realidad, solo aparece en boca de quien lo denuncia.

Esta operación es más sofisticada de lo que parece. La presidenta invoca la guerra para acusar a los otros de querer librarla. Se parapeta tras la idea de unidad nacional, pero su definición de unidad excluye de facto a quienes discrepan de ella. Es un mecanismo conocido en la comunicación populista de extrema derecha: envolver la confrontación en el lenguaje de la reconciliación, mientras se divide a la sociedad entre quienes aman a España y quienes la ponen en riesgo.

Su discurso sobre la conflictividad social repite el mismo patrón. Los sindicatos son descritos como “políticos”, RTVE como un órgano “privatizado por productoras”, las huelgas como selectivas según quién gobierne. La realidad es secundaria para Ayuso, lo importante es sostener la idea de que todas las instituciones que no orbitan alrededor del PP operan como extensiones de la izquierda. Ayuso no busca señalar contradicciones sino construir un relato donde la España laboral, mediática y social está instrumentalizada y silenciada al servicio de un enemigo interno. El resultado es un ecosistema político donde todo aquello que no sea parte de su bloque es, automáticamente, sospechoso.

Su ofensiva contra el gobierno de Pedro Sánchez refuerza esa narrativa. El presidente, según su percepción, no gobierna con aliados parlamentarios legítimos, sino gracias a un “pacto corrupto” que incluiría desde urnas de cartón hasta acuerdos “oscuros” con Bildu. La acusación no se detiene en la crítica política, sino que insinúa criminalidad sistémica: partidos que “manipulan el Código Penal”, que “colonizan” administraciones y empresas, que mantienen a Sánchez en la Moncloa a través de una red de favores y silencios. Se trata de una descripción totalizante, donde la corrupción del adversario no es un caso concreto, sino una condición existencial. No hay matices, no hay contextos; hay un gobierno mafioso y una oposición civilizadora. En nada se distingue ya el relato de Ayuso con el de Alvise Pérez o Vito Quiles, ya que la fanatización deja a Santiago Abascal como un "pelele del poder". 

La simbiosis con el trumpismo no reside en las formas, dado que Ayuso conserva disciplina y una articulación más europea del mensaje, sino en el sustrato emocional: victimismo, polarización activa y reformulación del adversario como una amenaza para la patria. La presidenta de Madrid gobierna una de las regiones más prósperas del continente, pero se presenta como una fuerza sitiada, resistiendo a un poder central que supuestamente destruye el país desde dentro. Es el mismo guion que elevó a Donald Trump y que hoy emplean líderes iliberales desde Varsovia hasta Buenos Aires pasando por Budapest.

Y es precisamente esa combinación (moderación estética y radicalidad conceptual) la que convierte su discurso en algo más que un arrebato parlamentario. En España, donde la memoria del conflicto civil aún pesa, que una dirigente institucional recurra sistemáticamente a la retórica del colapso moral y la amenaza interna no es un detalle menor. Abre un nuevo terreno político donde la discrepancia se interpreta como deslealtad y donde la mitad del país debe elegir entre ser patriota o ser “enemigo”. 

Ayuso asegura que quiere unidad. Trump aseguraba que defendía la democracia. Ambos mensajes parten de una premisa idéntica: la idea de que solo quienes piensan como ellos representan a la nación real. Que la presidenta madrileña haya empezado a hablar ese idioma no debería pasar inadvertido. El trumpismo no llega anunciándose; llega así, envuelto en una sonrisa, hablando de convivencia mientras dibuja fronteras invisibles entre unos españoles y otros.

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